LONDRES, LA CAPITAL MÁS GRANDE DE EUROPA.
Londres tuvo un doble nacimiento. De un lado, estaba Londres propiamente dicho, lo que hoy se conoce como la City, la ciudad de los comerciantes y de los burgueses, y la ciudad también de la Catedral, del obispo. Esta era la población primera y más importante, que no era sede del gobierno, sino del comercio, y que tenía y tiene muy cerca Westminster, es decir, la ciudad del gobierno, la ciudad del Rey. Aún subsiste hoy esa división administrativa entre los municipios de la City y de Westminster, las dos poblaciones más importantes que constituyeron la capital y que fueron seguidas por muchas otras. Pues Londres es la sumatoria de muchas poblaciones cercanas, que con el tiempo se fueron añadiendo, y esto explica su estructura, en cierto modo amorfa y aleatoria, sin trazado geométrico, enorme, llena de vacíos verdes y de muy baja densidad.
Aunque Londres tiene el gran río, el Támesis, tan ancho como para ser un puerto, y al que se asomaban y se asoman la City y Westminster. Pues, a falta de otro trazado, Londres tiene al Támesis como su rasgo estructural primario, pero también como borde o límite, pues el otro lado no es exactamente Londres, sino Southwark. O sea, el suburbio, en realidad, otra ciudad, con otra catedral y otro obispo. Aunque hoy veamos a la capital asomarse al río en sus dos bordes, y todo lleno de magníficos puentes, no debemos confundirnos. Southwark hoy es ya Londres, por supuesto, pero antes no lo era. El río no tenía una condición central -que hoy no tiene todavía de una forma plena- sino de frontera. Southwark era el suburbio, y de ahí que allí estuviera el Globe Theatre de Shakespeare, ya que en el siglo XVI el teatro se consideraba algo de baja nota, casi próximo a los burdeles.
Ha de considerarse este asunto una característica fundamental de la gran ciudad, que en buena medida es un importante defecto, algo corregido, muy poco a poco, y en los últimos tiempos. Que Londres llegara tener el río como un elemento central no comenzó a perseguirse en la zona de Westminster hasta los años 30 del siglo XIX, cuando se hizo el Parlamento, colocado al borde el Támesis. Y que recibió, ya en el siglo XX, algunas réplicas al otro lado, como el edificio del County Council, en la primera parte del siglo, y, luego, después de la 2ª guerra, con la construcción del Royal Festival Hall (arqto. Martin y otros) y el National Theatre ( Lasdun). Pero esta condición de centralidad del río -esto es, con elementos metropolitanos a uno y otro lado- no es en absoluto continua. Vuelve a aparecer con alguna plenitud bastante lejos, al Este, ya enfrente de la City, en la Tate Modern, antigua central eléctrica (arqto. G. G. Scott) convertida en museo (Herzog y De Meuron) y de la que muy recientemente se ha realizado la ampliación. Se relaciona mediante un puente peatonal (arqto. Foster) con la catedral de Saint Paul. Por último, y todavía más al Este, la zona de la torre de Londres, en el lado Norte, se ve replicada en la otra orilla por el nuevo Ayuntamiento, también de Foster.
La ciudad tardará todavía bastante tiempo en corregir de forma definitiva este defecto histórico, pero deberá ir haciéndolo. La condición del río como frontera se puede observar bien todavía al lado de la Catedral, algo separada del Támesis, y con edificaciones de baja calidad y degradadas entre el templo y el río, como si todavía éste fuera un puerto. La zona de Southwark, como está bastante al norte con respecto a Westminster por causa de la forma del río, y a pesar de ser la ribera Sur de éste, se ha convertido en un lugar privilegiado, pero de más baja calidad urbana y edificatoria, por lo que hoy es el área principal de la gran especulación inmobiliaria. Si Londres continúa con su abultada burbuja urbanística, la gran transformación será el Sur, un enorme, dilatadísimo y atractivo terreno horizontal, cuya seductora exploración resulta infinita.
El Norte es un plano casi continuo, ligeramente inclinado hacia el Sur –hacia el río- todavía más infinito, y compuesto por la yuxtaposición de las muy diversas poblaciones que Londres fue anexionando. En la parte baja están los grandes parques procedentes de las fincas reales, como St James, Hyde Park / Kensington Garden y Regent´s Park. Y las zonas centrales y más urbanas y densas. Arriba, más parques, y las zonas menos densas y más residenciales. Por ejemplo, el magnífico parque Pink Rose, desde donde puede verse toda la ciudad, o la Hampstead Garden Suburb, una de las ciudades jardín más sofisticadas y atractivas.
La falta de trazado geométrico general hizo que la arquitectura, singular o continua, tuviera mucha más importancia que en otras ciudades, en las que el plano resulta más básico. Ya en el siglo XVII, y posteriormente a la Reforma, el goticismo de la ciudad fue alterado mediante la importancia que la Corona, aceptando las ideas de su arquitecto Inigo Jones, concedió a la arquitectura clásica de tradición italiana, que fue aceptada como modelo primario, aunque fue, poco a poco transformada en británica. Así, durante los siglos XVII, XVIII y principios del XIX, la ciudad fue convertida en una ciudad clásica, sobre todo mediante los edificios religiosos y oficiales. Una ciudad de un clasicismo britanizado, pero clásica al fin.
Pero en 1666 un gran incendio destruyó por completo la City. El arquitecto real, Christopher Wren, no pudo reformar la ciudad, como él y el Rey habían querido, pero a cambio construyó la nueva Catedral, Saint Paul, a la manera de una nueva Roma, de un nuevo San Pedro. Y construyó también infinidad de nuevas parroquias, creando los tipos de iglesia anglicana, y originando una tradición que llegó hasta el siglo XIX y que convirtió a la red de los templos parroquiales en una verdadera estructura urbana. A pesar de las grandes alturas y de las múltiples transformaciones, todavía puede vislumbrarse esto hoy, aunque resulte desdibujado.
Desde el siglo XVII al XIX, la Corona, los aristócratas y los grandes propietarios y comerciantes construyeron pequeñas operaciones urbanísticas (las squares –plazas cuadradas-, los crescent –plazas semicirculares- y las terraces –hileras de casas) para alquilar viviendas a la burguesía. Lo hicieron a lo largo de los siglos “clásicos” y realizaron con ello otro de los instrumentos urbanos más importantes y característicos de la ciudad. Squares, Crescent y Terraces no son otra cosa que hileras de casas verticales, de 4 o 5 alturas, que se constituyen al modo de edificios grandes y que llegan a disfrazarse incluso de palacios y a tomar con ellos la forma que se desea. Es decir, sirvieron de instrumentos ideales para la calidad del espacio urbano. A estas operaciones de pequeño urbanismo, y de especulación de las clases altas, debe Londres sus arquitecturas domésticas y sus espacios urbanos más atractivos, compensatorios con creces de la falta del trazado.
No obstante, al principio del siglo XIX, otro arquitecto de la Corona, John Nash, trazó el Regent´s Park, el Park Crescent, y la gran calle compuesta por Portland Place, Regent Street, Picadilly Circus, y su prolongación hasta Pall Mall y Waterloo Place, en la zona de St James. Hecha por encargo del Príncipe regente, fue la reforma urbana más importante de la ciudad, casi única, y estructuró muy convenientemente el Noroeste de Westminster. Con esta reforma se construyó el Londres comercial más importante y se finalizó el período clásico.
Y comenzó el romántico. Con el nuevo Parlamento, para el que se hizo un concurso en el que se obligaba a presentar proyectos góticos o de renacimiento propiamente inglés, se dio la espalda al Londres clásico, ya consumado, para iniciar un nuevo disfraz, sensible al nuevo gusto: un Londres gótico, neo tudor y neo británico, en general. La ciudad inició así la mezcla y convivencia de dos ideales, el clásico y el romántico, y la prosperidad británica durante el siglo XIX hizo que este último fuera enseguida muy notorio y que, casi, se considerara incluso más característico. Las casas neo isabelinas, de ladrillo y piedra blanca, llenas de detalles historicistas, son hoy para mucha gente la auténtica representación de la ciudad.
Pero no todo estaba hecho. A final de siglo y principios del XX se inició un nuevo período clasicista. Pero, sobre todo, nació otro nuevo ideal, el moderno, que fue tan solo incipiente antes de la segunda guerra, pero que se convirtió en definitivo e importantísimo después de ésta. Otro carácter aún, otro disfraz, venía a superponerse al clásico y al romántico. Y la ciudad, tan bien representada por la arquitectura, es fruto de ello.
Así, pues, con una estructura urbana compuesta por el río, los grandes parques, y la impronta de las poblaciones que iba absorbiendo. Extensa y con escasa densidad, apoya da en la arquitectura singular y en la de las parroquias, en las operaciones de micro urbanismo (squares, crescents y terraces), caracterizada por tres disfraces sucesivos, clásico, romántico y moderno, la gran ciudad capital del Reino Unido es la más grande e importante de Europa. Y, además, una de las más bellas, sino la más. Y de las más interesantes y atractivas. Sino la más.
(Ver el libro "Londres, ciudad disfrazada. La arquitectura en la formación del carácter de la capital británica". Ed. Abada, Madrid. 2013. Y también la guía arquitectónica "London´s hundred best buildings". Ed. Cruzial, Santander, 2016.)
miércoles, 20 de julio de 2016
ELOGIO DE DON ANTONIO MAGARIÑOS
ANTONIO MAGARIÑOS GARCÍA era madrileño. Había nacido en Madrid en 1907 y murió en 1966, también en Madrid. No soy capaz ahora de hacer memoria de su muerte, que sin duda tuve que conocer en su momento y considerar como una verdadera desgracia, pues tenía tan sólo 59 años. Ya estaba fuera del Ramiro y he de confesar que no me acuerdo.
Había estado en el Seminario, que dejó para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central. Fue luego profesor de Historia del Castellano en la Universidad de Salamanca, profesor más tarde del Instituto de Granada, y en 1935 ganó la cátedra de Latín de Enseñanza Media, cuya plaza sentó, para fortuna de todos, en el Instituto Escuela, como ocurrió también con Jaime Oliver Asín y con Juana Álvarez-Prida, aunque esta última no tenía el grado de catedrática.
Parece ser que, en Salamanca, el titular de la cátedra de Historia del Castellano era Miguel de Unamuno, que fue así el jefe de don Antonio. No es una mala coincidencia, desde luego; es, por el contrario, bastante afortunada. Unamuno era considerado entonces como uno de los intelectuales más importantes de España, sino el que más. Pero puede recordarse (y supongo que es verdad, lo leí alguna vez) que cuando Unamuno se presentó a la cátedra de griego en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca, muy joven, y en la que tuvo un contrincante, cuando acabó la oposición, el presidente del tribunal dijo algo así: “El tribunal ha de señalar que, en realidad, ninguno de los dos opositores sabe griego, pero cabe esperar que el Sr. Unamuno lo aprenda en el futuro. “ Y le dieron la cátedra. No es de extrañar, pues, que en tiempos de don Antonio don Miguel fuera el titular de “Historia del castellano”, disciplina que conocería sin duda mucho mejor que el griego, según esta anécdota, y a pesar de ser vasco.
Unamuno había dado alguna conferencia en la Residencia de Estudiantes, y fue desterrado a Canarias por enfrentarse a la dictadura de Primo de Rivera, y de allí se fugó a París, donde mi padre, que había sido residente, estudiaba ingeniería becado por la Junta de Ampliación de Estudios. Tuvo la fortuna de tratarle algo en la capital de Francia, y de testimoniar que fue allí muy admirado entre artistas e intelectuales, tanto españoles como europeos. Unamuno fue luego republicano y diputado, pero acabó renegando de la República por lo que le parecieron sus excesos. Luego, ya iniciada la guerra, renegó también del Alzamiento, después del conocido incidente con Millán Astray en la Universidad de Salamanca. Murió en una especie de arresto domiciliario, casi en la cárcel, en la que, muy probablemente, también hubiera ingresado si le hubiera tocado la zona republicana. Pues era uno de los representantes de lo que se ha llamado modernamente “la tercera España”, la de los que se quedaron en el medio, o en ninguna parte. Pues parece que en aquellos tiempos, tan presentes todavía en tantos aspectos, hubo en realidad tres Españas y no sólo dos.
¿Qué hizo don Antonio en la guerra civil? No lo sabemos, o al menos, yo no lo sé. Después de la guerra, y ya en la europea, hay ese episodio del informe sobre el régimen nazi, testimoniado por su propio escrito, pero que habrá que poner entre paréntesis y considerarlo, simplemente, como una cosa propia de la época. Demuestra que don Antonio no era perfecto como nadie lo es, y que era un hombre de su tiempo; y quizá con eso, con ese rasgo de humanidad, debiéramos conformarnos.
Cuando mi familia se mudó a Madrid, mi padre, que había nacido en 1904, que era por tanto coetáneo de don Antonio y que había pertenecido a la Residencia de Estudiantes, fue a ver a Magariños, al enterarse de que había sido catedrático del Instituto Escuela, para pedirle plaza para mí, entrevista que debió de resultar fructífera, pues entré en el curso de ingreso en la escuela Preparatoria en octubre de 1956. Allí en un solo año fui cambiando sucesivamente de clase y tuve a los profesores Qurirós, Moneo, Corral y Muñoz Cobo.
Como don Antonio, mi padre pertenecía a la generación partida por la guerra civil y, de hecho, pasó de ser republicano a franquista, nunca llegué a saber bien del todo si de corazón o doblegado y resignado por la realidad. Don Antonio, que empezó queriendo ser cura y que era tan católico, parece ser por ello que estaría probablemente algo más desviado ya hacia lo que luego fue el franquismo. Fundado el Instituto Nacional “Ramiro de Maeztu” como intento franquista de emular la enseñanza republicana, y, muy concretamente, apoderándose y transformando el Instituto Escuela (que había sido ya el Instituto modelo oficial, pero montado por la Institución Libre de Enseñanza), Magariños fue nombrado Jefe de Estudios ya en 1939. Una jefatura que se parecía al cargo de “prefecto” en los colegios de Jesuitas. O sea, encargados en principio de la ordenación de los estudios, pero dedicados también, incluso sobre todo, al mantenimiento de la disciplina, ello al menos en lo que hace a la imagen que se daba frente a los alumnos.
Porque nosotros creíamos, pues es lo que veíamos, que el Jefe de Estudios era como el “sheriff” del Instituto, el que guardaba el orden público. Ignoro por qué esta obligación se había añadido a la de Jefe de Estudios, cuya misión importante es la de ordenar la enseñanza, como su propio nombre indica. Don Antonio tenía, sin duda, que organizar la división del Instituto en cursos y en clases, acordar con los catedráticos la asignación de los diversos profesores, organizar el horario y el calendario, etc., etc… Además, llevaba el orden, lo que hizo con gran éxito y habilidad. ¡Vaya chollo que tuvieron con él! Y con su vocación, eficiencia y habilidad. Así se explica que le mantuvieran durante tanto tiempo.
Pero a don Antonio, utilizado por sus compañeros como Jefe de Estudios durante nada menos que 20 años, nunca le fue ofrecida la dirección, como hubiera sido lógico. ¿Cómo fue posible esto? Luis Ortiz Muñoz detentaba ese cargo incluso durante los muchos años que estuvo enfermo. Ni siquiera le sustituyó Alvira, convertido en sempiterno subdirector, pero a mi entender debería haberle sustituido don Antonio, y que esto no se hiciera me parece un grave fallo del Instituto, explicable muy probablemente por el franquismo, y por la lucha de fuerzas dentro de él. Ortiz Muñoz, a pesar de su aspecto personal de moderación, debía de ser un franquista duro, hombre de confianza del régimen, y del que no se quería prescindir como garante del control político y del equilibrio de las citadas fuerzas, tan importante para el dictador. Quizá. O acaso se trataba tan sólo de que era un franquista importante a quien no se quería ofender con la sustitución.
Pero don Antonio se convirtió, paradójicamente, en la representación misma del Instituto. Y no sólo por haber sido también el director del internado Hispano-Marroquí, el fundador del Estudiantes y del Instituto nocturno. Lo llevaba todo, como puede verse. Igualmente y sobre todo porque desde su cargo de Jefe de Estudios supo mantener una absoluta disciplina estudiantil sin convertirse en un déspota, sin representar la tiranía.
Todo lo contrario: don Antonio era para nosotros –creo o yo; o, al menos, para una buena parte de nosotros- la imagen del orden y del buen comportamiento, y era duro y exigente, y hasta temido, podríamos decir, pero no odiado ni despreciado. Pues era también la imagen de la justicia y del buen sentido. Fue admirado y querido. Era una figura paterna, exigente, pero justo. Tenía carisma. Con su siempre correcta y discreta vestimenta, su cabello ondulado y gris, sus bigotes también grises y sus gafas ligeras, era refinado y elegante, bien parecido, una verdadera figura de gentleman, aunque semejara siempre más edad de la que verdaderamente tenía. Su aparición imponía. Con su megáfono plateado, el minuto de su reloj para callarnos antes de que se acabara, nunca se cumplió, como todos sabemos. Antes de transcurrir, se hacía siempre el completo silencio, era una costumbre. No había tensión ni violencia en aquel asunto: don Antonio nos daba un minuto para callar y lo hacíamos. No había problema, era un inteligente convenio que él había establecido, y uno de los ingeniosos trucos que ideó para imponer el orden sin violencia. (Tenía otros. Recordemos cuando al subir en tropel los días de lluvia desde el patio de columnas, se ponía en medio con los brazos en cruz para que se subiera en dos filas y con la prohibición de tocarle. O cuando desalojaba este Salón de Actos por clases, empezando por 1º A.)
Por eso nunca supimos cual era el castigo que, de no callar después de trascurrido, nos hubiera caído. Cuando sus imitadores quisieron emularle, una vez que él faltó, no supieron qué hacer cuando vieron que el minuto transcurría sin lograr el silencio. En nuestra época, que vivió su enfermedad y su desaparición como Jefe de estudios, ya con mi promoción en el bachiller superior, el Ramiro se sumió en un cierto caos, que nadie supo eliminar del todo. Recuerdo el cambio que su cese supuso y como la aparición de inspectores de carácter represivo sublevaba especialmente a don Jaime Oliver. La desaparición de don Antonio no fue suplida por nadie, y ello a pesar de la dulzura y bonhomía de don Guillermo García Sauco, nuevo catedrático de Dibujo, a quien le endilgaron la Jefatura de Estudios, pero que no tenía ni carácter ni habilidad ni la suficiente imprudencia para imitar a don Antonio.
Don Antonio había sido un líder, probablemente sin pretenderlo. Un líder paternal de aquella masa de chicos revoltosos, a los que sabía ordenar y hasta dominar, y a los que sin ninguna duda quería y con los que disfrutaba. Pues ese papel, el de líder paternal, probablemente le gustara bastante, le agradara, me parece a mí. Si no, no hubiera sido tan eficiente y habilidoso; y de ahí, creo yo, que durara tanto en el cargo, que lo llevara con satisfacción, y que sus compañeros tuvieran así, con él, tan tremendo chollo como tuvieron.
En latín los de mi clase tuvimos a don Agustín González Brañas, en tercero, profesor Adjunto y admirador de don Antonio, y a quien recuerdo más intencionado que eficiente; y luego a don Julián Gimeno, en cuarto, que a mí me parecía muy bueno, y que me dio matrícula –yo quedé muy sorprendido acerca de mí mismo al contemplarme como bueno en latín, cosa que nunca había esperado, traduciendo a César-. Y cuando un buen día, ya en quinto curso, me encontré a Gimeno por un pasillo, me dijo “Bueno, Capitel, estará usted en letras, ¿no?.” Y yo tuve que decirle, “Pues no, señor Gimeno, estoy en ciencias.” “Pero bueno, pero bueno, ¿y cómo es eso?”. “Es que quiero estudiar arquitectura.”. “Ah, bueno, bueno, si es así le perdono.” La carrera de arquitectura siempre les ha caído bastante bien a la gente de letras. Y resulta lógico, ya que nosotros, los arquitectos, somos, en realidad, los ingenieros de letras. Pues sabemos matemáticas y sabemos latín.
Pero cuento esto porque el caso es que yo no fui nunca alumno de don Antonio, que daba clase de latín en quinto curso sólo a la mitad de la mía, que eran los de letras. Nuestra clase estaba partida en dos. Y lo sentí, porque se adivinaba en él a un gran profesor, como mis compañeros de letras me confirmaron. Me tuve que quedar tan sólo con aquella imagen de elegancia, de rigor y de bonhomía, de exigencia y de justicia, que tan adecuadamente representaba. Era para nosotros el alma misma del Ramiro.
Le respetábamos y le temíamos, pero también le admirábamos y le queríamos un poco, a pesar de ser la imagen de la disciplina. Al menos, yo.
Descanse en paz. Y hagámosle todavía otra placa, un monumento, o algo. Algo grande. Representemos al menos, aunque sea modestamente, esta celebración de su cincuentenario. Se lo merecía con creces. El Instituto no le pagó en su día lo suficiente, ni en dinero, ni en ninguna otra cosa. Pues era uno de esos héroes de la administración pública que a veces, y por fortuna, hay en España.
ANTONIO MAGARIÑOS GARCÍA era madrileño. Había nacido en Madrid en 1907 y murió en 1966, también en Madrid. No soy capaz ahora de hacer memoria de su muerte, que sin duda tuve que conocer en su momento y considerar como una verdadera desgracia, pues tenía tan sólo 59 años. Ya estaba fuera del Ramiro y he de confesar que no me acuerdo.
Había estado en el Seminario, que dejó para estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Central. Fue luego profesor de Historia del Castellano en la Universidad de Salamanca, profesor más tarde del Instituto de Granada, y en 1935 ganó la cátedra de Latín de Enseñanza Media, cuya plaza sentó, para fortuna de todos, en el Instituto Escuela, como ocurrió también con Jaime Oliver Asín y con Juana Álvarez-Prida, aunque esta última no tenía el grado de catedrática.
Parece ser que, en Salamanca, el titular de la cátedra de Historia del Castellano era Miguel de Unamuno, que fue así el jefe de don Antonio. No es una mala coincidencia, desde luego; es, por el contrario, bastante afortunada. Unamuno era considerado entonces como uno de los intelectuales más importantes de España, sino el que más. Pero puede recordarse (y supongo que es verdad, lo leí alguna vez) que cuando Unamuno se presentó a la cátedra de griego en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca, muy joven, y en la que tuvo un contrincante, cuando acabó la oposición, el presidente del tribunal dijo algo así: “El tribunal ha de señalar que, en realidad, ninguno de los dos opositores sabe griego, pero cabe esperar que el Sr. Unamuno lo aprenda en el futuro. “ Y le dieron la cátedra. No es de extrañar, pues, que en tiempos de don Antonio don Miguel fuera el titular de “Historia del castellano”, disciplina que conocería sin duda mucho mejor que el griego, según esta anécdota, y a pesar de ser vasco.
Unamuno había dado alguna conferencia en la Residencia de Estudiantes, y fue desterrado a Canarias por enfrentarse a la dictadura de Primo de Rivera, y de allí se fugó a París, donde mi padre, que había sido residente, estudiaba ingeniería becado por la Junta de Ampliación de Estudios. Tuvo la fortuna de tratarle algo en la capital de Francia, y de testimoniar que fue allí muy admirado entre artistas e intelectuales, tanto españoles como europeos. Unamuno fue luego republicano y diputado, pero acabó renegando de la República por lo que le parecieron sus excesos. Luego, ya iniciada la guerra, renegó también del Alzamiento, después del conocido incidente con Millán Astray en la Universidad de Salamanca. Murió en una especie de arresto domiciliario, casi en la cárcel, en la que, muy probablemente, también hubiera ingresado si le hubiera tocado la zona republicana. Pues era uno de los representantes de lo que se ha llamado modernamente “la tercera España”, la de los que se quedaron en el medio, o en ninguna parte. Pues parece que en aquellos tiempos, tan presentes todavía en tantos aspectos, hubo en realidad tres Españas y no sólo dos.
¿Qué hizo don Antonio en la guerra civil? No lo sabemos, o al menos, yo no lo sé. Después de la guerra, y ya en la europea, hay ese episodio del informe sobre el régimen nazi, testimoniado por su propio escrito, pero que habrá que poner entre paréntesis y considerarlo, simplemente, como una cosa propia de la época. Demuestra que don Antonio no era perfecto como nadie lo es, y que era un hombre de su tiempo; y quizá con eso, con ese rasgo de humanidad, debiéramos conformarnos.
Cuando mi familia se mudó a Madrid, mi padre, que había nacido en 1904, que era por tanto coetáneo de don Antonio y que había pertenecido a la Residencia de Estudiantes, fue a ver a Magariños, al enterarse de que había sido catedrático del Instituto Escuela, para pedirle plaza para mí, entrevista que debió de resultar fructífera, pues entré en el curso de ingreso en la escuela Preparatoria en octubre de 1956. Allí en un solo año fui cambiando sucesivamente de clase y tuve a los profesores Qurirós, Moneo, Corral y Muñoz Cobo.
Como don Antonio, mi padre pertenecía a la generación partida por la guerra civil y, de hecho, pasó de ser republicano a franquista, nunca llegué a saber bien del todo si de corazón o doblegado y resignado por la realidad. Don Antonio, que empezó queriendo ser cura y que era tan católico, parece ser por ello que estaría probablemente algo más desviado ya hacia lo que luego fue el franquismo. Fundado el Instituto Nacional “Ramiro de Maeztu” como intento franquista de emular la enseñanza republicana, y, muy concretamente, apoderándose y transformando el Instituto Escuela (que había sido ya el Instituto modelo oficial, pero montado por la Institución Libre de Enseñanza), Magariños fue nombrado Jefe de Estudios ya en 1939. Una jefatura que se parecía al cargo de “prefecto” en los colegios de Jesuitas. O sea, encargados en principio de la ordenación de los estudios, pero dedicados también, incluso sobre todo, al mantenimiento de la disciplina, ello al menos en lo que hace a la imagen que se daba frente a los alumnos.
Porque nosotros creíamos, pues es lo que veíamos, que el Jefe de Estudios era como el “sheriff” del Instituto, el que guardaba el orden público. Ignoro por qué esta obligación se había añadido a la de Jefe de Estudios, cuya misión importante es la de ordenar la enseñanza, como su propio nombre indica. Don Antonio tenía, sin duda, que organizar la división del Instituto en cursos y en clases, acordar con los catedráticos la asignación de los diversos profesores, organizar el horario y el calendario, etc., etc… Además, llevaba el orden, lo que hizo con gran éxito y habilidad. ¡Vaya chollo que tuvieron con él! Y con su vocación, eficiencia y habilidad. Así se explica que le mantuvieran durante tanto tiempo.
Pero a don Antonio, utilizado por sus compañeros como Jefe de Estudios durante nada menos que 20 años, nunca le fue ofrecida la dirección, como hubiera sido lógico. ¿Cómo fue posible esto? Luis Ortiz Muñoz detentaba ese cargo incluso durante los muchos años que estuvo enfermo. Ni siquiera le sustituyó Alvira, convertido en sempiterno subdirector, pero a mi entender debería haberle sustituido don Antonio, y que esto no se hiciera me parece un grave fallo del Instituto, explicable muy probablemente por el franquismo, y por la lucha de fuerzas dentro de él. Ortiz Muñoz, a pesar de su aspecto personal de moderación, debía de ser un franquista duro, hombre de confianza del régimen, y del que no se quería prescindir como garante del control político y del equilibrio de las citadas fuerzas, tan importante para el dictador. Quizá. O acaso se trataba tan sólo de que era un franquista importante a quien no se quería ofender con la sustitución.
Pero don Antonio se convirtió, paradójicamente, en la representación misma del Instituto. Y no sólo por haber sido también el director del internado Hispano-Marroquí, el fundador del Estudiantes y del Instituto nocturno. Lo llevaba todo, como puede verse. Igualmente y sobre todo porque desde su cargo de Jefe de Estudios supo mantener una absoluta disciplina estudiantil sin convertirse en un déspota, sin representar la tiranía.
Todo lo contrario: don Antonio era para nosotros –creo o yo; o, al menos, para una buena parte de nosotros- la imagen del orden y del buen comportamiento, y era duro y exigente, y hasta temido, podríamos decir, pero no odiado ni despreciado. Pues era también la imagen de la justicia y del buen sentido. Fue admirado y querido. Era una figura paterna, exigente, pero justo. Tenía carisma. Con su siempre correcta y discreta vestimenta, su cabello ondulado y gris, sus bigotes también grises y sus gafas ligeras, era refinado y elegante, bien parecido, una verdadera figura de gentleman, aunque semejara siempre más edad de la que verdaderamente tenía. Su aparición imponía. Con su megáfono plateado, el minuto de su reloj para callarnos antes de que se acabara, nunca se cumplió, como todos sabemos. Antes de transcurrir, se hacía siempre el completo silencio, era una costumbre. No había tensión ni violencia en aquel asunto: don Antonio nos daba un minuto para callar y lo hacíamos. No había problema, era un inteligente convenio que él había establecido, y uno de los ingeniosos trucos que ideó para imponer el orden sin violencia. (Tenía otros. Recordemos cuando al subir en tropel los días de lluvia desde el patio de columnas, se ponía en medio con los brazos en cruz para que se subiera en dos filas y con la prohibición de tocarle. O cuando desalojaba este Salón de Actos por clases, empezando por 1º A.)
Por eso nunca supimos cual era el castigo que, de no callar después de trascurrido, nos hubiera caído. Cuando sus imitadores quisieron emularle, una vez que él faltó, no supieron qué hacer cuando vieron que el minuto transcurría sin lograr el silencio. En nuestra época, que vivió su enfermedad y su desaparición como Jefe de estudios, ya con mi promoción en el bachiller superior, el Ramiro se sumió en un cierto caos, que nadie supo eliminar del todo. Recuerdo el cambio que su cese supuso y como la aparición de inspectores de carácter represivo sublevaba especialmente a don Jaime Oliver. La desaparición de don Antonio no fue suplida por nadie, y ello a pesar de la dulzura y bonhomía de don Guillermo García Sauco, nuevo catedrático de Dibujo, a quien le endilgaron la Jefatura de Estudios, pero que no tenía ni carácter ni habilidad ni la suficiente imprudencia para imitar a don Antonio.
Don Antonio había sido un líder, probablemente sin pretenderlo. Un líder paternal de aquella masa de chicos revoltosos, a los que sabía ordenar y hasta dominar, y a los que sin ninguna duda quería y con los que disfrutaba. Pues ese papel, el de líder paternal, probablemente le gustara bastante, le agradara, me parece a mí. Si no, no hubiera sido tan eficiente y habilidoso; y de ahí, creo yo, que durara tanto en el cargo, que lo llevara con satisfacción, y que sus compañeros tuvieran así, con él, tan tremendo chollo como tuvieron.
En latín los de mi clase tuvimos a don Agustín González Brañas, en tercero, profesor Adjunto y admirador de don Antonio, y a quien recuerdo más intencionado que eficiente; y luego a don Julián Gimeno, en cuarto, que a mí me parecía muy bueno, y que me dio matrícula –yo quedé muy sorprendido acerca de mí mismo al contemplarme como bueno en latín, cosa que nunca había esperado, traduciendo a César-. Y cuando un buen día, ya en quinto curso, me encontré a Gimeno por un pasillo, me dijo “Bueno, Capitel, estará usted en letras, ¿no?.” Y yo tuve que decirle, “Pues no, señor Gimeno, estoy en ciencias.” “Pero bueno, pero bueno, ¿y cómo es eso?”. “Es que quiero estudiar arquitectura.”. “Ah, bueno, bueno, si es así le perdono.” La carrera de arquitectura siempre les ha caído bastante bien a la gente de letras. Y resulta lógico, ya que nosotros, los arquitectos, somos, en realidad, los ingenieros de letras. Pues sabemos matemáticas y sabemos latín.
Pero cuento esto porque el caso es que yo no fui nunca alumno de don Antonio, que daba clase de latín en quinto curso sólo a la mitad de la mía, que eran los de letras. Nuestra clase estaba partida en dos. Y lo sentí, porque se adivinaba en él a un gran profesor, como mis compañeros de letras me confirmaron. Me tuve que quedar tan sólo con aquella imagen de elegancia, de rigor y de bonhomía, de exigencia y de justicia, que tan adecuadamente representaba. Era para nosotros el alma misma del Ramiro.
Le respetábamos y le temíamos, pero también le admirábamos y le queríamos un poco, a pesar de ser la imagen de la disciplina. Al menos, yo.
Descanse en paz. Y hagámosle todavía otra placa, un monumento, o algo. Algo grande. Representemos al menos, aunque sea modestamente, esta celebración de su cincuentenario. Se lo merecía con creces. El Instituto no le pagó en su día lo suficiente, ni en dinero, ni en ninguna otra cosa. Pues era uno de esos héroes de la administración pública que a veces, y por fortuna, hay en España.
EL MITO DE LA CASTELLANA, UNA UTOPÍA CONTEMPORÁNEA
Antón Capitel
La Castellana es el gesto urbano más importante de Madrid, un poderosísimo rasgo metropolitano que pocas ciudades tienen. Afortunado fue el momento inicial en que se urbanizó la vaguada del Prado de San Jerónimo y se convirtió en un Paseo (finales del siglo XVIII), y afortunada también la decisión de que, acompañando la cuadrícula del ensanche y siguiendo la vaguada, fuera prolongándose hacia el norte (mitad del siglo XIX). Y que, todavía, cuando Zuazo y Jansen definieron el crecimiento de la ciudad a partir del concurso de 1929, se prolongara hasta el encuentro con la antigua carretera de Francia que había servido para asentar el pueblo de Tetuán de las Victorias. Aún más: desde la llamada plaza de Castilla hasta donde hoy acaba, todavía se prolongó la importante vía en tiempos de la primera etapa de la dictadura militar franquista. Así, una vía ancha y arbolada se convirtió no sólo en el más importante rasgo metropolitano, sino también en el elemento vertebrador más decisivo de la ciudad central. Todo el mundo sabe esto, desde luego, y acaso también que no todas las grandes metrópolis, como ya se había dicho, cuentan con un rasgo urbano tan dilatado, tan atractivo y tan importante. No extraña así que se haya convertido en un verdadero mito, al menos para aquellos que gustan de observar la ciudad y, claro está, para los profesionales.
Pero la Castellana, a pesar de su atractivo, no es perfecta y tampoco es unitaria. En su parte que podríamos llamar histórica (Prado, Recoletos y Castellana, hasta San Juan de la Cruz), las indecisiones que sufrió su construcción edilicia a lo largo del tiempo, oscilando y contradiciéndose entre la edificación convencional y cerrada y la abierta y exenta, le dieron una configuración no del todo ordenada y también unas condiciones de escasa vitalidad urbana. Los pocos edificios residenciales, hoy además sin ese uso en su gran mayoría, y el escaso comercio, hizo de ella un Paseo, un parque urbano lineal, si se prefiere (que no es pequeña cosa, desde luego, pues está en el centro), superpuesto hoy además con una autovía urbana, pero no una calle dotada de vitalidad, de fuerte y atractiva vida urbana. Preciso es reconocer que esto lo tiene en un grado pequeño, y que basta compararla con la Diagonal de Barcelona para comprobarlo. La Diagonal de la capital catalana, uniforme y recta, quizá no sea tan bella, tan atractiva y tan variada como La Castellana, muy probablemente, pero su pertenencia al ensanche decimonónico y, así, la consecuente edificación y el comercio le han dado bastante más vitalidad, al menos en algunas de sus más importantes zonas.
La prolongación de la Castellana, iniciada por la República y acabada por la dictadura militar, se extiende desde los nuevos Ministerios hasta el estúpido nudo de tráfico final, remate indigno para una vía tan importante, y es casi completamente recta (tiene un único quiebro en la plaza de Castilla), pero su edificación es abierta, en buena medida mixta y algo perpleja e indecisa, y también está convertida en una autovía urbana de tránsito rodado. Su comercio es mínimo y su vitalidad urbana escasísima, bastante menor aún que la del tramo histórico.
Así pues, una mixtura no del todo convincente entre las condiciones de paseo y de autovía y una definición poco precisa, y más bien azarosa, entre la forma y el uso de las edificaciones ha hecho de la Castellana un elemento urbano que presenta algunas ambigüedades no muy atractivas. Podría decirse que una cosa relativamente abstracta, la de su naturaleza estructurante del tejido urbano, y otra mucho más concreta, su imagen como tal, su condición de espacio urbano configurado y visible, son sus mayores virtudes. Y que su vitalidad urbana (su uso, al fin) es algo más dudoso y más precario.
Cuando, ya desde hace algún tiempo, se ha pensado en una nueva prolongación de la gran avenida, todavía más al norte, y ahora discutida por el municipio en relación a su cantidad, a sus densidades edificatorias ¿se ha meditado bien en lo que verdaderamente quiere hacerse? O, por el contrario, ¿la ciudad se está dejando arrastrar por la fuerza de un mito, con la actitud irracional que esto supone?
Empezando por el principio: ¿Se ha pensado bien si es conveniente, y por qué, prolongar en la misma dirección y sentido el elemento fundamental que ha estructurado hasta ahora la ciudad central? Es decir, el hipotético y nuevo Madrid hacia el norte, que es y sería ya tan distinto ¿debe seguir apoyado estructuralmente hablando en la prolongación del viejo rasgo metropolitano? Y si esto fuera así ¿debe ese elemento seguir conteniendo, seguir teniendo como soporte principal, una autovía urbana de tránsito rodado? Esta nueva prolongación tendría al menos la virtud -y a juicio de quien esto escribe- de eliminar el nefasto nudo de autovías en que hoy acaba el Paseo, estólido producto de las obras públicas convencionales y testigo elocuente de la torpe y culpable sustitución del pensamiento urbano por los puntos de vista, actividades y negocios de las obras públicas. Esta desaparición, desde luego, no sería poco. Ahora bien, ¿todo lo demás debe de seguir igual? ¿La nueva prolongación de la Castellana debe ser otro tramo distinto que siga, diríamos, el modelo de la tradición, la naturaleza del mito?
Porque si tornamos la vista atrás y nos vamos al Sur, podemos contemplar claramente que, con una naturaleza muy distinta, el Paseo del Prado -La Castellana- ha tenido también por allí una importante prolongación, ya vieja, la que configuran la Avenida de la Ciudad de Barcelona, primero, y la Avenida de la Albufera, después. Estas calles han llevado el rasgo metropolitano fundamental hasta el barrio del Puente de Vallecas, si bien el elemento urbano que lo ha hecho es el de unas calles bastante anchas pero relativamente sencillas, de una jerarquía urbana menor que el histórico Paseo. Ahora bien, esto nos puede llevar a pensar que quizá la prolongación por el norte, sin renunciar a su papel estructurante ni a su condición de espacio urbano cualificado y verde, podría ser distinta de la que ha sido tradicional.
Resulta poco arriesgado profetizar que la vitalidad urbana no se logrará en esta nueva prolongación, pues ya están los tramos antiguos para mostrarlo elocuentemente. Pero con toda probabilidad tampoco se logre que, frente a ellos, el nuevo tramo consiga alcanzar un carácter central y metropolitano. Es dudoso que esto se consiga, aunque también es dudoso que sea necesario.
Finalmente está la cuestión de la cantidad y de las densidades, hoy discutida y ya modificada por el nuevo municipio frente a lo dispuesto por el anterior. Es bien conocido que el nuevo municipio quiere rebajar el alcance cuantitativo de la operación, y, muy recientemente, se ha tropezado con los políticos de la administración extinta del Ministerio de Fomento, que, haciendo caso omiso de su precaria situación política actual, han amenazado al municipio con reclamaciones judiciales de carácter económico para compensar las inversiones infraestructurales que, según aseguran, el Ministerio ha hecho ya.
Pero esto solo puede entenderse a través de detectar que la administración extinta y en funciones parece estar afectada por una suerte de insólito espejismo, el de creerse propietarios del Ministerio de Fomento y, en general, de la administración. Pues no puede darse crédito al hecho de que un ministerio supuestamente español -eso creemos-, y políticamente extinto -eso sabemos-, haga reclamaciones económicas al Ayuntamiento de la capital de su propio Gobierno.
Dicho de otra manera: ¿hemos de permitir que los políticos en funciones, parte ya extinta de un gobierno ineficaz en tantísimas cosas, pero, sensiblemente, en el campo que nos ocupa, se erijan en defensores de las inversiones exageradas en obras públicas, quizá hechas pero sobre todo por hacer, y de la más intensa especulación edilicia como si el hecho de haber sido políticos del ministerio del ramo y pertenecer al partido en el que militan les diera la legitimidad para ello? Las obras públicas urbanas excesivas y la especulación edilicia intensa ¿son acaso bienes sociales y generales que la administración ha de defender? Estos sujetos, pues, ¿no deberían callarse como muertos frente a un Ayuntamiento que no está como ellos en funciones y frente a un Ministerio aún por llegar? ¿Quién les ha designado para resucitar la burbuja urbanística, para seguir defendiendo la especulación edilicia? Pues, ¿se da realmente el caso de que haya gente para tantas viviendas como ellos defienden? ¿No deberían dejar paso franco a quienes estén dispuestos a estudiar y defender una actitud más razonable que la que ha sido propia del inmediato pasado?
Ahora bien, es muy probable que las señoras y señores ediles del nuevo municipio tengan razón y que una cantidad edilicia más pequeña, sea mucho mejor; esto es, más ajustada a la realidad. Pero -a mi entender, al menos- esto es así tan sólo por la cuestión de que más viviendas no parecen necesarias y de que tienen por ello el grave peligro de quedar tristemente vacías. Pero no porque la alta densidad -propia de las situaciones centrales y de la vitalidad urbana de la que dicha densidad las dota- ni el negocio de la edificación sean males en sí mismos, pues no lo son. No lo son, en absoluto. Creerlo así no sería un pensamiento propiamente urbano, y de acuerdo con la razón, sino tan sólo una ideología.
Pero resultaría igualmente necesario, que los señoras /es ediles no crean que con esto se agota el problema, como ya en buena medida se ha avanzado. Para una verdadera revisión de lo heredado, resulta preciso que se demuestre que el sentido urbano de la nueva prolongación es oportuno. Esto es, que la nueva prolongación se plantee o no como la dotación de continuidad al elemento estructural primario de la metrópoli, y que tal cosa, si la respuesta fuera positiva, convenga. ¿Debe de llevarse aún más al norte el rasgo urbano estructural primario, o debe continuarse la prolongación con menor jerarquía urbana, como en la Avenida de la Ciudad de Barcelona? Un centro lineal de longitud aún más grande, casi indefinida ¿es lo mejor? ¿Se aspira o no a que la prolongación prolongue también la condición central?
Pero es preciso además que se defina si La Castellana toda continuará siendo una suerte de autovía, arrastrando así las costumbres del pasado, o tan sólo una muy buena calle que, conteniendo una cierta e imprescindible capacidad de tránsito rodado, se planteara también, y principalmente, como una avenida parque en la que la calidad física y formal del espacio urbano sea lo principal. Y la definición acertada de lo edificado no será baladí para ello. La historia de La Castellana nos enseña cuanto la gran calle es en muy buena medida producto de la edificación finalmente construida, las más de las veces completamente distinta de cómo había sido pensada en el planeamiento original.
Pues, verdaderamente, el papel moderno del resto del gran eje, de la parte ya existente, está todavía por decidir del todo, por pensar si ha de ser o no reformado. La Castellana sigue siendo una autovía, e incluso la lúcida y atractiva reforma del equipo de Siza Vieira para el tramo histórico, Prado y Recoletos, continúa pendiente aún, víctima inocente y absurda de las peleas entre el partido de la derecha y de otras torpes obstrucciones menores. Esta reforma -pensada por cierto por el equipo de uno de los mejores arquitectos del mundo, sino el mejor, y que ganó el concurso - acometía el problema de frente al proponer la mejora del espacio urbano en todos sus aspectos y la eliminación del carácter de autovía, pero sin peatonalizar, sin impedir una muy notable cantidad de tránsito rodado. ¿No debieran ser objetivos del municipio actual el de construir esta atractiva reforma, por supuesto, pero además el de acometer el modo en que se han reformar también los tramos existentes para lograr cumplir los mismos objetivos? Un planteamiento de este tipo llenaría muy adecuadamente la misión urbanística del nuevo municipio, al menos en lo que hace al centro de la ciudad. Y, si no, no se llenará.
Antón Capitel
La Castellana es el gesto urbano más importante de Madrid, un poderosísimo rasgo metropolitano que pocas ciudades tienen. Afortunado fue el momento inicial en que se urbanizó la vaguada del Prado de San Jerónimo y se convirtió en un Paseo (finales del siglo XVIII), y afortunada también la decisión de que, acompañando la cuadrícula del ensanche y siguiendo la vaguada, fuera prolongándose hacia el norte (mitad del siglo XIX). Y que, todavía, cuando Zuazo y Jansen definieron el crecimiento de la ciudad a partir del concurso de 1929, se prolongara hasta el encuentro con la antigua carretera de Francia que había servido para asentar el pueblo de Tetuán de las Victorias. Aún más: desde la llamada plaza de Castilla hasta donde hoy acaba, todavía se prolongó la importante vía en tiempos de la primera etapa de la dictadura militar franquista. Así, una vía ancha y arbolada se convirtió no sólo en el más importante rasgo metropolitano, sino también en el elemento vertebrador más decisivo de la ciudad central. Todo el mundo sabe esto, desde luego, y acaso también que no todas las grandes metrópolis, como ya se había dicho, cuentan con un rasgo urbano tan dilatado, tan atractivo y tan importante. No extraña así que se haya convertido en un verdadero mito, al menos para aquellos que gustan de observar la ciudad y, claro está, para los profesionales.
Pero la Castellana, a pesar de su atractivo, no es perfecta y tampoco es unitaria. En su parte que podríamos llamar histórica (Prado, Recoletos y Castellana, hasta San Juan de la Cruz), las indecisiones que sufrió su construcción edilicia a lo largo del tiempo, oscilando y contradiciéndose entre la edificación convencional y cerrada y la abierta y exenta, le dieron una configuración no del todo ordenada y también unas condiciones de escasa vitalidad urbana. Los pocos edificios residenciales, hoy además sin ese uso en su gran mayoría, y el escaso comercio, hizo de ella un Paseo, un parque urbano lineal, si se prefiere (que no es pequeña cosa, desde luego, pues está en el centro), superpuesto hoy además con una autovía urbana, pero no una calle dotada de vitalidad, de fuerte y atractiva vida urbana. Preciso es reconocer que esto lo tiene en un grado pequeño, y que basta compararla con la Diagonal de Barcelona para comprobarlo. La Diagonal de la capital catalana, uniforme y recta, quizá no sea tan bella, tan atractiva y tan variada como La Castellana, muy probablemente, pero su pertenencia al ensanche decimonónico y, así, la consecuente edificación y el comercio le han dado bastante más vitalidad, al menos en algunas de sus más importantes zonas.
La prolongación de la Castellana, iniciada por la República y acabada por la dictadura militar, se extiende desde los nuevos Ministerios hasta el estúpido nudo de tráfico final, remate indigno para una vía tan importante, y es casi completamente recta (tiene un único quiebro en la plaza de Castilla), pero su edificación es abierta, en buena medida mixta y algo perpleja e indecisa, y también está convertida en una autovía urbana de tránsito rodado. Su comercio es mínimo y su vitalidad urbana escasísima, bastante menor aún que la del tramo histórico.
Así pues, una mixtura no del todo convincente entre las condiciones de paseo y de autovía y una definición poco precisa, y más bien azarosa, entre la forma y el uso de las edificaciones ha hecho de la Castellana un elemento urbano que presenta algunas ambigüedades no muy atractivas. Podría decirse que una cosa relativamente abstracta, la de su naturaleza estructurante del tejido urbano, y otra mucho más concreta, su imagen como tal, su condición de espacio urbano configurado y visible, son sus mayores virtudes. Y que su vitalidad urbana (su uso, al fin) es algo más dudoso y más precario.
Cuando, ya desde hace algún tiempo, se ha pensado en una nueva prolongación de la gran avenida, todavía más al norte, y ahora discutida por el municipio en relación a su cantidad, a sus densidades edificatorias ¿se ha meditado bien en lo que verdaderamente quiere hacerse? O, por el contrario, ¿la ciudad se está dejando arrastrar por la fuerza de un mito, con la actitud irracional que esto supone?
Empezando por el principio: ¿Se ha pensado bien si es conveniente, y por qué, prolongar en la misma dirección y sentido el elemento fundamental que ha estructurado hasta ahora la ciudad central? Es decir, el hipotético y nuevo Madrid hacia el norte, que es y sería ya tan distinto ¿debe seguir apoyado estructuralmente hablando en la prolongación del viejo rasgo metropolitano? Y si esto fuera así ¿debe ese elemento seguir conteniendo, seguir teniendo como soporte principal, una autovía urbana de tránsito rodado? Esta nueva prolongación tendría al menos la virtud -y a juicio de quien esto escribe- de eliminar el nefasto nudo de autovías en que hoy acaba el Paseo, estólido producto de las obras públicas convencionales y testigo elocuente de la torpe y culpable sustitución del pensamiento urbano por los puntos de vista, actividades y negocios de las obras públicas. Esta desaparición, desde luego, no sería poco. Ahora bien, ¿todo lo demás debe de seguir igual? ¿La nueva prolongación de la Castellana debe ser otro tramo distinto que siga, diríamos, el modelo de la tradición, la naturaleza del mito?
Porque si tornamos la vista atrás y nos vamos al Sur, podemos contemplar claramente que, con una naturaleza muy distinta, el Paseo del Prado -La Castellana- ha tenido también por allí una importante prolongación, ya vieja, la que configuran la Avenida de la Ciudad de Barcelona, primero, y la Avenida de la Albufera, después. Estas calles han llevado el rasgo metropolitano fundamental hasta el barrio del Puente de Vallecas, si bien el elemento urbano que lo ha hecho es el de unas calles bastante anchas pero relativamente sencillas, de una jerarquía urbana menor que el histórico Paseo. Ahora bien, esto nos puede llevar a pensar que quizá la prolongación por el norte, sin renunciar a su papel estructurante ni a su condición de espacio urbano cualificado y verde, podría ser distinta de la que ha sido tradicional.
Resulta poco arriesgado profetizar que la vitalidad urbana no se logrará en esta nueva prolongación, pues ya están los tramos antiguos para mostrarlo elocuentemente. Pero con toda probabilidad tampoco se logre que, frente a ellos, el nuevo tramo consiga alcanzar un carácter central y metropolitano. Es dudoso que esto se consiga, aunque también es dudoso que sea necesario.
Finalmente está la cuestión de la cantidad y de las densidades, hoy discutida y ya modificada por el nuevo municipio frente a lo dispuesto por el anterior. Es bien conocido que el nuevo municipio quiere rebajar el alcance cuantitativo de la operación, y, muy recientemente, se ha tropezado con los políticos de la administración extinta del Ministerio de Fomento, que, haciendo caso omiso de su precaria situación política actual, han amenazado al municipio con reclamaciones judiciales de carácter económico para compensar las inversiones infraestructurales que, según aseguran, el Ministerio ha hecho ya.
Pero esto solo puede entenderse a través de detectar que la administración extinta y en funciones parece estar afectada por una suerte de insólito espejismo, el de creerse propietarios del Ministerio de Fomento y, en general, de la administración. Pues no puede darse crédito al hecho de que un ministerio supuestamente español -eso creemos-, y políticamente extinto -eso sabemos-, haga reclamaciones económicas al Ayuntamiento de la capital de su propio Gobierno.
Dicho de otra manera: ¿hemos de permitir que los políticos en funciones, parte ya extinta de un gobierno ineficaz en tantísimas cosas, pero, sensiblemente, en el campo que nos ocupa, se erijan en defensores de las inversiones exageradas en obras públicas, quizá hechas pero sobre todo por hacer, y de la más intensa especulación edilicia como si el hecho de haber sido políticos del ministerio del ramo y pertenecer al partido en el que militan les diera la legitimidad para ello? Las obras públicas urbanas excesivas y la especulación edilicia intensa ¿son acaso bienes sociales y generales que la administración ha de defender? Estos sujetos, pues, ¿no deberían callarse como muertos frente a un Ayuntamiento que no está como ellos en funciones y frente a un Ministerio aún por llegar? ¿Quién les ha designado para resucitar la burbuja urbanística, para seguir defendiendo la especulación edilicia? Pues, ¿se da realmente el caso de que haya gente para tantas viviendas como ellos defienden? ¿No deberían dejar paso franco a quienes estén dispuestos a estudiar y defender una actitud más razonable que la que ha sido propia del inmediato pasado?
Ahora bien, es muy probable que las señoras y señores ediles del nuevo municipio tengan razón y que una cantidad edilicia más pequeña, sea mucho mejor; esto es, más ajustada a la realidad. Pero -a mi entender, al menos- esto es así tan sólo por la cuestión de que más viviendas no parecen necesarias y de que tienen por ello el grave peligro de quedar tristemente vacías. Pero no porque la alta densidad -propia de las situaciones centrales y de la vitalidad urbana de la que dicha densidad las dota- ni el negocio de la edificación sean males en sí mismos, pues no lo son. No lo son, en absoluto. Creerlo así no sería un pensamiento propiamente urbano, y de acuerdo con la razón, sino tan sólo una ideología.
Pero resultaría igualmente necesario, que los señoras /es ediles no crean que con esto se agota el problema, como ya en buena medida se ha avanzado. Para una verdadera revisión de lo heredado, resulta preciso que se demuestre que el sentido urbano de la nueva prolongación es oportuno. Esto es, que la nueva prolongación se plantee o no como la dotación de continuidad al elemento estructural primario de la metrópoli, y que tal cosa, si la respuesta fuera positiva, convenga. ¿Debe de llevarse aún más al norte el rasgo urbano estructural primario, o debe continuarse la prolongación con menor jerarquía urbana, como en la Avenida de la Ciudad de Barcelona? Un centro lineal de longitud aún más grande, casi indefinida ¿es lo mejor? ¿Se aspira o no a que la prolongación prolongue también la condición central?
Pero es preciso además que se defina si La Castellana toda continuará siendo una suerte de autovía, arrastrando así las costumbres del pasado, o tan sólo una muy buena calle que, conteniendo una cierta e imprescindible capacidad de tránsito rodado, se planteara también, y principalmente, como una avenida parque en la que la calidad física y formal del espacio urbano sea lo principal. Y la definición acertada de lo edificado no será baladí para ello. La historia de La Castellana nos enseña cuanto la gran calle es en muy buena medida producto de la edificación finalmente construida, las más de las veces completamente distinta de cómo había sido pensada en el planeamiento original.
Pues, verdaderamente, el papel moderno del resto del gran eje, de la parte ya existente, está todavía por decidir del todo, por pensar si ha de ser o no reformado. La Castellana sigue siendo una autovía, e incluso la lúcida y atractiva reforma del equipo de Siza Vieira para el tramo histórico, Prado y Recoletos, continúa pendiente aún, víctima inocente y absurda de las peleas entre el partido de la derecha y de otras torpes obstrucciones menores. Esta reforma -pensada por cierto por el equipo de uno de los mejores arquitectos del mundo, sino el mejor, y que ganó el concurso - acometía el problema de frente al proponer la mejora del espacio urbano en todos sus aspectos y la eliminación del carácter de autovía, pero sin peatonalizar, sin impedir una muy notable cantidad de tránsito rodado. ¿No debieran ser objetivos del municipio actual el de construir esta atractiva reforma, por supuesto, pero además el de acometer el modo en que se han reformar también los tramos existentes para lograr cumplir los mismos objetivos? Un planteamiento de este tipo llenaría muy adecuadamente la misión urbanística del nuevo municipio, al menos en lo que hace al centro de la ciudad. Y, si no, no se llenará.
viernes, 27 de mayo de 2016
HA SALIDO MI NUEVO LIBRO:
“LA ARQUITECTURA DE LA FORMA COMPACTA”
Abada Editores, Madrid, 1916
Tercer tomo de la trilogía:
"La arquitectura del patio"
"La arquitectura compuesta por partes"
"La arquitectura de la forma compacta"
ISBN: 9 788416 160563
Este libro forma, con “La arquitectura del patio” (Gustavo Gilí, 2005) y “La arquitectura compuesta por partes (Gustavo Gilí, 2009) una trilogía en la que se analizan estos tres grandes sistemas de hacer arquitectura, vigentes durante muchos siglos, incluido el XX, y que cobijaron distintos modos de entender la arquitectura, aunque fieles siempre a determinados principios. Son estos principios los que nos permiten comprender estos sistemas como tales, haciéndonos ver que la disciplina arquitectónica, aunque no cuenta con métodos completamente exactos y precisos, y que estos cambian con el tiempo, no ha de verse como una disciplina azarosa, sino presidida por la razón, el buen sentido y una notable continuidad.
La Forma compacta” es de los tres el sistema más moderno, aunque se desarrolló, al menos, desde Palladio y ha llegado hasta nuestros días. Está presidido por la condición unitaria de la forma arquitectónica, muy a menudo por la forma pura y simple, casi siempre de condición exenta y de aspecto fuertemente compositivo, siendo muy abierta hacia el exterior, pero caracterizada también, muy frecuentemente, por el valor dado a su espacio interno. El libro realiza un recorrido histórico de este sistema, pero no aspira tanto a relatar la historia del mismo cuanto a revelar los principales métodos y principios de proyecto que han animado a una colección de ejemplos considerados como especialmente significativos.
ÍNDICE DEL LIBRO
Introducción
1. Santa María del Naranco, un misterioso antecedente
2. Las formas compactas domésticas en Palladio
3. Palacios de Génova y de Venecia
4. Las formas compactas domésticas en Inglaterra
5. Las formas compactas experimentales en la obra de Ledoux
6. Tres obras académicas
7. Tradicionalistas y premodernos
8. Casas de Adolf Loos
9. Le Corbusier
10. Louis I. Kahn
11. Robert Venturi
12. Arquitectura española contemporánea
13. La arquitectura de la forma compacta en la obra de Rafael Moneo
14. La forma compacta en la arquitectura europea contemporánea
15. La forma compacta en la arquitectura japonesa contemporánea
“LA ARQUITECTURA DE LA FORMA COMPACTA”
Abada Editores, Madrid, 1916
Tercer tomo de la trilogía:
"La arquitectura del patio"
"La arquitectura compuesta por partes"
"La arquitectura de la forma compacta"
ISBN: 9 788416 160563
Este libro forma, con “La arquitectura del patio” (Gustavo Gilí, 2005) y “La arquitectura compuesta por partes (Gustavo Gilí, 2009) una trilogía en la que se analizan estos tres grandes sistemas de hacer arquitectura, vigentes durante muchos siglos, incluido el XX, y que cobijaron distintos modos de entender la arquitectura, aunque fieles siempre a determinados principios. Son estos principios los que nos permiten comprender estos sistemas como tales, haciéndonos ver que la disciplina arquitectónica, aunque no cuenta con métodos completamente exactos y precisos, y que estos cambian con el tiempo, no ha de verse como una disciplina azarosa, sino presidida por la razón, el buen sentido y una notable continuidad.
La Forma compacta” es de los tres el sistema más moderno, aunque se desarrolló, al menos, desde Palladio y ha llegado hasta nuestros días. Está presidido por la condición unitaria de la forma arquitectónica, muy a menudo por la forma pura y simple, casi siempre de condición exenta y de aspecto fuertemente compositivo, siendo muy abierta hacia el exterior, pero caracterizada también, muy frecuentemente, por el valor dado a su espacio interno. El libro realiza un recorrido histórico de este sistema, pero no aspira tanto a relatar la historia del mismo cuanto a revelar los principales métodos y principios de proyecto que han animado a una colección de ejemplos considerados como especialmente significativos.
ÍNDICE DEL LIBRO
Introducción
1. Santa María del Naranco, un misterioso antecedente
2. Las formas compactas domésticas en Palladio
3. Palacios de Génova y de Venecia
4. Las formas compactas domésticas en Inglaterra
5. Las formas compactas experimentales en la obra de Ledoux
6. Tres obras académicas
7. Tradicionalistas y premodernos
8. Casas de Adolf Loos
9. Le Corbusier
10. Louis I. Kahn
11. Robert Venturi
12. Arquitectura española contemporánea
13. La arquitectura de la forma compacta en la obra de Rafael Moneo
14. La forma compacta en la arquitectura europea contemporánea
15. La forma compacta en la arquitectura japonesa contemporánea
lunes, 18 de abril de 2016
CERVERA (DE LÉRIDA), O LAS CONTRADICCIONES EXTREMAS DEL CATALANISMO MODERNO
Antón Capitel
Confieso una notable vocación republicana, incubada desde antiguo, pero he de reconocer que acepté sin mayores problemas la monarquía desde el momento en que Juan Carlos I traicionó al franquismo y encargó su liquidación. Por eso me ha sorprendido ver como la ciudad de Cervera, de la provincia de Lérida, ha declarado ahora persona non grata al rey Felipe VI y a toda la familia real, ello al menos según el periódico "El País" (2-4-16). Es una decisión intensamente descortés, y que parece que debiera ser ilegal, a todas luces, puesto que se trata del Jefe del Estado, cuya aceptación no es voluntaria para un organismo oficial, ya que ha sido tomada por la corporación municipal, aunque no por unanimidad: 8 concejales (alcalde incluido) contra cinco.
Cosas del catalanismo, pensé, difíciles de entender para los demás, desde luego. E inútiles, por otra parte; tan simbólicas como estúpidas. Pero, al hilo de eso, también pensé en el nombre de "Cervera", y que éste, toponímico y también apellido, no me parecía catalán, sino español, dicho esto en términos generales. Acudí a la enciclopedia Larousse, en su edición española, y allí me tropecé con algunos datos interesantes y también con algunas sorpresas bastante sabrosas. En efecto, y como ya sabía, hay varias poblaciones en España llamadas Cervera. Hay una Cervera de la Cañada, en la provincia de Zaragoza; una Cervera del Pisuerga, en la provincia de Palencia y una Cervera del río Alhama en La Rioja. Hay incluso un cabo Cervera en la costa de Alicante, al norte de Torrevieja. Y hay hasta una Cervera francesa (en francés Cerbère), en el distrito de Cèret, de los Pirineos Orientales, la primera localidad francesa a la salida de Cataluña por Port-Bou.
La enciclopedia Larousse da también los datos de tres personajes Cervera, más o menos ilustres. Uno de ellos, el más antiguo, fue dirigente obrero y periodista, mallorquín, afincado en Madrid, Antonio Ignacio Cervera (1825-1860). Los otros dos fueron marinos, y llegaron a almirantes, ambos de San Fernando (Cádiz), y quizá padre e hijo (la enciclopedia no lo aclara): Pascual Cervera y Topete (1839-1909), que participó en la guerra de Cuba, y Juan Cervera y Valderrama (1870-1952), que lo hizo en la guerra civil del lado franquista. Como ya se ha dicho, ninguno de los tres era catalán.
Pero luego, después de estos datos, empezaron las sorpresas. Pues si uno lee lo que dice Larousse en el toponímico "Cervera", la única población de las llamadas así que no tiene un segundo nombre, después de algunos otros datos geográficos y genéricos se encuentra con lo siguiente: "...recibió el título de ciudad en 1702. Se mantuvo fiel a los Borbones durante la guerra de Sucesión, y Felipe V la premió convirtiéndola en cabeza de corregimiento y trasladando a ella la universidad de Barcelona (1717). La universidad de Cervera [...] fue un centro cultural importante, pero en su profesorado abundaban los elementos reaccionarios, hostiles a la "perniciosa novedad de discurrir" y a los nuevos rumbos políticos; ellos fueron sobre todo quienes convirtieron la ciudad en foco de todas las conspiraciones absolutistas y carlistas en la primera mitad del siglo XIX. En 1842, tras ciento veinticinco años de actividad, la universidad fue devuelta a Barcelona".
Cosas extraordinarias e interesantísimas ¿no? Al menos, si las vemos en relación a la actualidad. ¡Quién lo iba a decir! Cervera fue fiel en el siglo XVIII al nuevo rey, Felipe V, contrariamente a la mayoría de las demás poblaciones catalanas, y saliéndose así de lo que se supone que es el moderno catalanismo originario, que se considera fiado precisamente al rechazo del primer Borbón, cuestión relativamente lógica por la novedad de la nueva dinastía, pero, sobre todo, porque les iba a suprimir los fueros medievales que ya nadie tenía. Pero a Cervera entonces no le importó, y es ahora, por el contrario, cuando ha establecido un frontal rechazo con su descendiente Felipe VI, el siguiente del mismo nombre, y el hijo y sucesor inmediato de quien liquidó precisamente la dictadura militar, la que aherrojó durísimamente toda idea de catalanismo. No son pues muy fieles a la historia los cervarienses, desde luego, historia en cuyo seno y sin embargo el catalanismo pone su más grande razón y coartada. Y presentan así inmensas contradicciones que, desde luego, no habríamos sospechado. Ayer nido siniestro de absolutistas y carlistas; hoy presunto baluarte del "progresismo" catalanista que hemos de suponer proclive a la independencia. ¡Fantástico!
Pero la corporación municipal cervariense (y siempre según "El País") ha solicitado ya en varias ocasiones a la Casa del Rey (?), y además, que se renuncie al título de conde de Cervera, que ostentó Felipe VI cuando era Príncipe de Asturias, y que ahora soporta su hija mayor. Esto es, Leonor de Borbón y Ortiz, actual Princesa de Asturias, que en su inocencia de niña y en su cándida belleza infantil, sin duda es bien poco consciente de que ostentará éstos y otros de sus títulos muy probablemente con dificultades e incluso con ciertos dolores, dados los tiempos tan difíciles que le ha tocado y que le va a tocar, sobre todo, vivir. Será reina o no, no lo sabemos, pero el camino, sea cual fuere, no parece que vaya a estar alfombrado de rosas.
Pedir la renuncia a un condado de Cervera que Felipe V instauraría como homenaje a la población que le fue leal resulta otra grosería, tan grande como la enorme contradicción que igualmente supone. Para hacerla valer sería necesario que, como mínimo, la corporación renunciara a cambio al título de ciudad que le fue concedido y pasara a ser una simple villa. Total, cuestiones puramente simbólicas y vaya así la una por la otra.
Pero esto no debería ser todo. La corporación cervariense tendría que retirar también la maleducada ofensa de la declaración de persona "non grata" al rey y a su familia, y hacerlo con las excusas y la solemnidad debida, ya que se trata de un Jefe de Estado, al que se le debe respeto incluso aunque se le considerase extranjero. Y, además, y como todavía no lo es y se trata de una corporación municipal que, hoy por hoy, pertenece al estado español, debería de recibir la imposición de una fuerte multa. Y quizá de sanciones o destituciones; los abogados sabrán.
No sólo: el alcalde y los concejales cervarienses deberían también pedir perdón, públicamente y a toda España, por haber sido su ciudad, y en el pasado, siniestro nido de absolutistas y carlistas; esto es, causa, aunque no única, de las siniestras guerras civiles del siglo XIX, y, en buena medida, de la del XX.
A los demás nos da lo mismo, desde luego, pero resultaría igualmente lógico que pidieran perdón públicamente a Cataluña toda por haber aceptado en su día a Felipe V. Y muy especialmente a la ciudad de Barcelona por haber usurpado su universidad y por haberla convertido además en sede de borricos y reaccionarios, supuesta y fraudulentamente profesores.
Y una recomendación final, ésta ya por mi parte, y les aseguro que completamente bien intencionada. Con los antecedentes de ustedes, queridos cervarienses, lo más adecuado y prudente sería guardar finalmente un completo y absoluto silencio. Pues con lo que han hecho hasta el momento y con lo que hemos conocido acerca de su historia, no han conseguido otra cosa que quedar en el más completo ridículo y dejar también en él a Cataluña entera. Por lo que le toca.
Vivir para ver.
viernes, 12 de febrero de 2016
EL ECLECTICISMO EN LA ARQUITECTURA ESPAÑOLA MODERNA.
AÑOS 20-30 y 50-60
Antón Capitel
1. Puede decirse, sin demasiada exageración, que toda arquitectura es ecléctica, y puede añadirse también que tantas veces residen en esta condición las más importantes bases de su propia calidad. Pero ha de reconocerse igualmente que hay ocasiones, y períodos, en las que dicho eclecticismo está en el fundamento mismo de los productos arquitectónicos que definen ese momento preciso.
El afán por superar las actitudes del siglo XIX y acceder de un modo definitivo a la modernidad, considerada ésta como una “Buena Nueva”, hizo tener al concepto mismo de eclecticismo por una actitud indeseable, degradada, constituyendo durante mucho tiempo algo parecido a un insulto, a una ofensa. Pensar y decir que alguien era ecléctico suponía condenarle, tener acerca de su actitud y de su obra una idea negativa, impresentable, inmoral casi. Así fue entendido por generaciones anteriores a la de quien esto escribe.
La notable distancia que nos separa ya del inicio y hasta del triunfo de la arquitectura moderna, de un lado, y la paciencia y lucidez que hemos ido alcanzando para poder observar la realidad de un modo independiente y no prejuiciado, de otro, ha conseguido que seamos capaces de ver con nitidez el eclecticismo que invade, ya no a toda arquitectura, si no, y muy concretamente, a alguno de los períodos de la arquitectura española cuya condición “pura” era antes dada por supuesta, y tenida poco menos que como garante misma de la calidad. Tales fueron, por ejemplo, el período de 1925-1936, el del nacimiento de la arquitectura moderna en nuestro país, tan querido y hasta tan mitificado por su importante significación. Y, también, el de 1950-1970, enormemente apreciado igualmente por suponer el abandono del oscuro período historicista que caracterizó los años de posguerra y la fundación definitiva de una arquitectura española moderna y plena.
2. La arquitectura moderna del período 1925-36, identificada por algunos autores como un fenómeno cultural directamente relacionado con el pensamiento progresista pre-republicano y republicano, contó así no sólo con el mito de la pureza, sino también con otro equívoco no menos confuso, el de la relación entre modernidad avanzada e ideología progresista. No me molestaré en esta ocasión en demostrar que dicha relación no existía más que en modo ciertamente vago e indefinido, y me contentaré con afirmar que doy por descontada la demostración de que esta relación no era real en absoluto en un modo suficientemente significativo. Y que, en todo caso, este asunto no nos ocupa ahora.
Pasaré a examinar, pues, algo que considero más interesante, la inexistencia de la pureza, sea ésta figurativa o también de contenido; esto es, la consideración y el examen de las bases eclécticas, mezcladas y mestizas que alimentaron a las arquitecturas españolas de aquel período. Aunque advertiré, sin duda para alivio de algunos, que hablaré sobre todo de la arquitectura de Madrid, que en muy buena medida representó también a la de tantas partes de España, y que dejaré así intocada la arquitectura catalana, reservando para los de allí, y en modo parecido a una suerte de reto, el que sean capaces de explicar su arquitectura en aquellos años y a partir de ahora de un modo más afortunado de lo que hasta el momento lo han hecho.
“El racionalismo madrileño” fue un modo bastante consagrado de hablar de la arquitectura de aquella época, y hasta hay algún buen libro así titulado. Pero el racionalismo –entendiendo por tal el propio de la arquitectura de Le Corbusier en su primera etapa; también de las obras de la Nueva Objetividad alemana, por ejemplo, y de algunas otras manifestaciones afines a estas- no fue más que uno de los ingredientes de los que esta arquitectura se alimentó, aun cuando algunos de sus rasgos más superficiales hubieran sido más o menos dominantes.
Pues el racionalismo nacido de las raíces citadas, y de aquellas otras que les fueron complementarias y afines, convivió con otras figuraciones, recursos y contenidos muy distintos, y para cuya mezcla y combinación los arquitectos madrileños se mostraron, si no quizá muy conscientes, si, desde luego, especialmente habilidosos.
Pueden citarse, al menos, varias fuentes tan distintas como fértiles y que contaminaron y convivieron con el racionalismo. De un lado, y en primer lugar, el academicismo y sus diferentes recursos de trazado, composición y lenguaje, todos ellos en la base de la educación de la mayoría de los arquitectos que actuaron en aquella época, y que habían recibido aquellos instrumentos, de un modo u otro, en sus años de Escuela. Relativamente cercano al academicismo, pero bien distinto, en realidad, estaba también lo que podemos llamar tradicionalismo, operativo mediante la construcción aprendida en los edificios históricos y en la arquitectura popular, así como sus tipos, disposiciones y hasta elementos concretos, aprendidas estas cosas también en la Escuela, o directamente de obras y de profesores y maestros. Ello en relación con la arquitectura española, pero a ella habría que añadir también las influencias, debidas a publicaciones, a viajes y a filiaciones personales, de las Arts and Craft británicas y de sus equivalentes alemanas y centroeuropeas.
Estaban, de otro lado, los ismos modernos no incluidos directamente en el gran tronco racionalista –al que podríamos llamar la modernidad por excelencia-, tales como el expresionismo alemán, otro tronco fundamental de importantísima influencia y al que podemos añadir algunas otras tendencias afines, como la Escuela de Amsterdam, definida por los discípulos de Berlage e, incluso, por las propias obras de éste. (Porque la posible influencia de la obra de Wright, por ejemplo, que tan importante fue en la Holanda de la época, no se detecta, al menos del todo, en la arquitectura española de este período).
Pero al importante expresionismo y a sus afines y complementos hay que añadir todavía otra fuente, más figurativa y superficial que otra cosa, pero no por ello menos influyente: se trata del estilo “Art-Dèco”, cuyo seguimiento y uso fue, como sabemos, tan intenso y tan dispuesto a mezclarse con cualquiera que fuesen los otros componentes.
3. Estos son los mimbres, aunque quizá hubiera todavía algunos otros. Acaso la mezcla entre academicismo y racionalismo fuera la más importante –como ocurrió también en algunos otros países- pues afectó, por ejemplo, a obras tan grandes y completas como las de la Ciudad Universitaria de Madrid, y de muy distintas maneras. Porque fueron bien distintas las formas de proyectar de Agustín Aguirre, en el Campus de Letras; de Miguel de los Santos, el de Ciencias y Medicina, ambos incluso diferentes entre sí; de Pascual Bravo, en la Escuela de Arquitectura; de Manuel Sánchez Arcas en el Hospital Clínico; o de Luis Lacasa en la Residencia de Estudiantes. Todas estas obras fueron mestizas entre racionalismo y academicismo, como queda muy claro en tantas de ellas y como ha sido observado ya repetidas veces, y también que los instrumentos de acción fueron diversos. Baste comparar, por ejemplo, dos edificios pequeños, como la Facultad de Filosofía y Letras de Aguirre y la Escuela de Arquitectura de Bravo, para sentir intensamente las diferencias: planimetría completamente académica y figuración plenamente moderna en Aguirre, y planimetría muy moderna y figuraciones algo más académicas o, en todo caso, más escuetas, en el caso de Bravo.
Comparaciones interesantes pueden observarse también con los edificios grandes; esto es, si se examinan, por ejemplo, la Facultad de Medicina de De los Santos, de un lado, y el Hospital Clínico de Sánchez Arcas, de otro. La Facultad de Medicina, es un organismo de trazado tardoacadémico pleno y no exento de interés, y tanto la composición de conjunto que realiza con las otras dos facultades vecinas, la de Farmacia y la de Odontología, y las figuraciones concretas, externas e internas, insisten en este academicismo, de carácter simplificado. Esto es, cuya mezcla con el moderno (con el racionalismo) consiste precisamente en esta simplificación, en esta depuración del lenguaje clásico, que no desaparece, pero que se acerca mucho al lenguaje racionalista.
El Hospital Clínico, en cambio, aunque tiene una disposición planimétrica en la que lo propiamente moderno se combina con resabios académicos, esto se hace de un modo que era común a los arquitectos más avanzados, a la obra misma de Le Corbusier, por ejemplo. Esto es, que puede decirse que era lo más moderno posible, en este sentido y en su época. En cuanto al aspecto y a los caracteres figurativos, sin embargo, nada tiene del lenguaje corbuseriano o de sus afines o próximos, y sí de un cierto radicalismo de la alemana “Nueva objetividad”, a veces en forma tan escueta y sobria, tan adusta, que se confunde con un cierto academicismo. Aunque sea, en realidad, un radicalismo extremo, consciente de su purismo y de su sobriedad.
Pero, en fin, estas mezclas entre academicismo y racionalismo fueron muy comunes en la época. Ateniéndonos a Madrid, puede añadirse también la Fundación Rockefeller, de Lacasa y Sánchez Arcas, o el complejo del Instituto Escuela, de Arniches y Domínguez, de otro talante, pero también partícipe de esta mezcla.
Próximo al academicismo, pero distinto de éste, está el “tradicionalismo”. Podemos apuntar en esta tendencia, y por tantas cosas, a la famosa “Casa de las Flores”, de Secundino Zuazo, que tanto debe también a ciertas tendencias europeas, como a la obra de Berlage y a la Escuela de Amsterdam, y a otros ejemplos europeos diferentes. Ahora bien, en este caso, los españoles podemos ponernos más serios y más contentos, pues pocas cosas hubo en la vivienda moderna de aquella época tan cualificadas como la famosa manzana del barrio madrileño de Arguelles. El hecho de ser una casa construida con muros de carga de ladrillo y de tener también otras cosas, como las cubiertas de madera, sitúan la obra de modo decidido en una tendencia tradicionalista, pero, como siempre, mezclada. En los aspectos visuales y compositivos, la obra es neo-académica, y no en vano quería emular convenientemente a las casas de balcones del siglo XIX que cualificaron el casco antiguo madrileño y algo del ensanche. No obstante, hay algunos elementos lingüísticos del racionalismo, como son las terrazas de la fachada sur. Y hay otros muchos detalles (arcos parabólicos de los bajos, entradas de los portales) que juegan con un pícaro historicismo, a veces neo-barroco, tan irónico como hábil y plenamente conseguido. De otro lado, y todavía, la disposición misma de la manzana (aquello que probablemente sea lo más importante de la obra), con su cuádruple crujía servida por patios corridos, y con su gran patio jardín abierto a las calles, supone una disposición urbana higienista que carece de estilo, pero que es absolutamente moderna. La compatibilización de esta disposición con el terreno de una manzana del ensanche y con sus obligaciones como volumen urbano completan, sintéticamente, los muy diversos ingredientes de esta obra maestra con una actitud urbana propia también del mundo académico decimonónico y se enlazan con la figuración antes comentada.
Ahora bien, las obras tradicionalistas no fueron muchas, sobre todo si nos alejamos de la figura de Zuazo. Para completarla podría recordarse el Hospital de Toledo, de Sánchez Arcas, Lacasa y Solana, en el que una planimetría de academicismo modernizado se concreta con una construcción y unas figuraciones tradicionalistas muy intensas como tales, y en cuyas intenciones quizá estuvieran presentes cuestiones ambientales en relación a la relativamente próxima ciudad histórica.
4. La combinación entre expresionismo y racionalismo fue también propia de esta época, tanto en muchas partes de España como en Madrid, tal y como ha sido ya repetidamente observado hace bastante tiempo. No se ha hecho notar tanto que dicha combinación, y más allá de lo directo o no de esta influencia, no es de origen español ni madrileño, sino que procede de la actitud adoptada por el gran arquitecto alemán Erich Mendelsohn cuando decidió abandonar el expresionismo pleno por dicha combinación, y a favor del sentido práctico; o, más concretamente, a favor de una actitud más propia para conseguir encargos.
Casi toda la obra de Mendelsohn estuvo inmersa en esta actitud, como fueron los importantes edificios de oficinas para Berlín, casi todos ellos desaparecidos en la segunda guerra mundial, y algunos otros. Mendelsohn combinó con extraordinaria habilidad los principios conceptuales y plásticos de ambas tendencias, en principio opuestas, y la fertilidad de su actitud se extendió muy rápidamente por el mundo occidental. En Madrid hay algunos casos bien atractivos (como los hay en muchas partes de España) y baste citar el conocido Cine Barceló (hoy sala “Pachá”), de Luis Gutiérez Soto, ejemplar tan atractivo como exacto; y, también, el no menos famoso edificio Capitol, de Luis Martínez Feduchi y Vicente Eced, más complejo en su uso, tamaño y disposición, y, también, en ingredientes e influencias. Pues el Capitol fue sensible también al estilo “Art-Dèco” en muchos de sus elementos decorativos, y recogió aquí una influencia estadounidense, como ha sido también, y naturalmente, bien notado. Pero incluso ha de hablarse en este complejo edificio de las lecciones aprendidas en las arquitecturas académicas y eclécticas españolas al ser capaz de disponer un edificio tan respetuosamente urbano como figurativamente tan acertado en su papel de edificio singular, y hacerlo sirviendo con extraordinaria precisión la dificultad de adaptarse a un terreno tan irregular.
5. Otras cosas quedan, desde luego. La unión entre racionalismo y Art-Dèco, sin la intervención del expresionismo, quedó presente, por ejemplo, en el desaparecido Mercado de Olavide, del arqto Javier Ferrero, autor también de una atractiva combinación entre un intenso “estructuralismo” (pariente tanto del academicismo como del racionalismo) y el Art-Dèco en el viaducto madrileño de la calle de Bailén.
La intervención de la ingeniería generó también otras combinaciones, como es el caso del brillante Hipódromo de la Zarzuela, en el que la presencia de Eduardo Torroja originó un atractivo “estructuralismo”, a la postre inevitable pariente del expresionismo, pero que fue combinado también por los arquitectos del conjunto, Arniches y Domínguez, con una posición y una actitud que se inspiraba en buena medida en la admirada “arquitectura popular”.
Arniches y Domínguez hicieron también en Madrid la conocida Residencia de Señoritas de la esquina entre las calles Miguel Ángel y Martínez Campos. Podría decirse que en ella brilla exclusivamente el racionalismo, moderado, pero puro. Pero esto, aunque bien intenso, no es del todo cierto. La forma en que el edificio se pliega ante el ángulo de las calles, la existencia del chaflán y el tan diferente comportamiento de las fachadas a la calle y al jardín hablan también de la influencia del comportamiento urbano de la arquitectura del academicismo ecléctico.
No voy a insistir. Basta para entender la condición mestiza de la arquitectura española de aquella época, la riqueza de sus referencias y la habilidad desplegada en el uso de éstas. Acaso el examen de otros casos en otras culturas occidentales, todas ellas bastante afines, no muestre situaciones muy diferentes.
6. Vayamos ahora a los años 50 y 60, y la mayor abundancia de obras en esta época irá a procurar una mayor síntesis.
Bien es cierto que las posiciones propias de los años 40, en lo que hace al menos a la generación joven, ya estaban teñidas de eclecticismo, consistente en conciliar el academicismo practicado por sus mayores, y enseñado en las Escuelas, con las posiciones que los jóvenes entreveían en aquella España cerrada. Baste citar para ello las obras de Fisac para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, o, sobre todo, la Delegación Nacional de Sindicatos, de Cabrero y Aburto, proyectada y realizada entre el final y el principio de las dos décadas, y que tan fielmente representa una postura tradicional –pero no exactamente académica- en relación con el asentamiento del edificio en el importante enclave urbano que ocupa y, de otro lado, el brillante seguimiento de una figuración moderna "metafísica" inspirada en algunas de las obras italianas de la época.
Más allá de estos años se produjo el triunfo pleno de los modos modernos, libres ya de contaminaciones tradicionales o académicas. Pero, como tantas veces se ha observado, en España -y como ocurrió igualmente en todo el mundo occidental- se produjo también el triunfo del "Estilo Internacional", entendido como la mejor práctica arquitectónica de los tiempos y las naciones modernas, simultáneamente con una contestación o revisión del mismo, la orgánica, que tuvo protagonistas tan prestigiados como los arquitectos nórdicos, presididos nada menos que por Alvar Aalto, o tan significativas como los arquitectos italianos de la generación del malogrado Terragni, que practicaban lo que llamaron el "neo-realismo" o lo que suponía la teoría de las "pre-existencias ambientales".
Así, pues. del mismo modo que Aalto construía el Ayuntamiento de Säynatsälo, tradicionalista y moderno a la vez (y que Jacobsen integraba en el racionalismo las cubiertas inclinadas, que Utzon demostraba que las casas patio podían ser modernas, que Ridolfi y Quaroni proclamaban en el Tiburtino un popularismo contemporáneo, o que los arquitectos milaneses y venecianos ensayaban propuestas modernas compatibles con las ciudades históricas), una generación más joven que la nórdica y que la italiana, ensayaba en España una incorporación a la modernidad plena que, quizá por la novedad, por la prisa y por el cierto deslumbramiento que el mismo hecho suponía, no pudo parar mientes en la naturaleza exacta de los instrumentos que utilizaba.
Ya De la Sota -como Fisac, como Cabrero- había sido voluntariamente ecléctico en las obras del Instituto Nacional de Colonización, comprometidas con el uso de criterios tradicionales y instrumentos planimétricos modernos, responsables de un lenguaje mezclado, no por ello menos brillante. Pero después, iniciada la época plenamente moderna, fué de los autores que introdujeron antes las contaminaciones orgánicas del racionalismo, como probaba la desaparecida casa en la calle Doctor Arce, en Madrid, entre otras obras. También Coderch había sido ya mitad racionalista mitad informalista en la brillante casa de pisos en la Barceloneta. Paradójicamente, De la Sota se convirtió después en el practicante y defensor más encendido de un racionalismo purista que fue, sin embargo y acaso a pesar suyo, también algo ecléctico.
Hubo otros intensos e importantes defensores de la modernidad pura, como fue Sáenz de Oíza, al principio de su carrera, y en una lógica respuesta ante la práctica de los barrios oficiales de viviendas económicas. Pero ya en la Ciudad Blanca de Alcudia se presentó como un revisionista, en este caso cercano a los del Team X, teniendo en el caso posterior de Torres Blancas una verdadera explosión ecléctica, que mezcla muy brillantemente posiciones corbuserianas y wrightianas con otras propias del organicismo tardío de Utzon o de Saarinen.
Fisac, una vez abandonada la posición juvenil de los años 40, fue casi siempre un arquitecto que mezclaba voluntariamente el racionalismo y el organicismo, a veces integrándolos (como era, por ejemplo, en las iglesias) y en otras ocasiones superponiéndolos, como en el brillante caso del Centro Hidrográfico del río Manzanares, en Madrid.
Pero probablemente los arquitectos más emblemáticos de esta generación en cuanto a una práctica mezclada e intermedia entre racionalismo y organicismo fueran Corrales y Molezún, aunque no fuera más que por su reconocida obra maestra del Pabellón español para la Expo de Bruselas de 1958. Principios puramente modernos, racionalistas, como era el de la repetición modular y el crecimiento indefinido, la forma abierta, así como la propia condición figurativa, se integraron con la malla hexagonal, natural o cristalográfica, pero al fin netamente organicista, y con la identidad entre espacio y estructura resistente, derivado en forma directa de la arquitectura del segundo Wright.
¿Podríamos pensar que estas mezclas -acaso ignorantes de una fuerte oposición entre racionalismo y organicismo como arquitecturas contrarias- fue un lastre que perjudicó la arquitectura española de aquellos años? Así lo pensaba un ilustre arquitecto y crítico español hace ya bastante tiempo, identificando con lucidez una cierta falta de criterio intelectual en el examen de sus propios instrumentos por parte de los proyectistas, pero concluyendo con ese reconocimiento una cierta falta de calidad de sus producciones. Quien escribe no piensa que esto sea así y, más allá de la conciencia o no de los autores acerca de sus instrumentos de proyecto, cabría decir que tales mezclas e incorporaciones eclécticas favorecieron y enriquecieron la arquitectura española producida en aquellos años (bajo la dilatada etapa de la dictadura militar), y que formaron parte, con las arquitecturas puristas y con otras, de un panorama muy rico e interesante, sobre todo por diversificado.
7. Generaciones posteriores a esta primera promoción de posguerra continuaron con una práctica de la arquitectura orgánica que era, por su propia naturaleza, una arquitectura ecléctica en cuanto incorporaba inevitablemente principios racionalistas. La generación de Cano Lasso, de Carvajal y de Alas y Casariego presentaron también perfiles eclécticos, como no podía ser de otro modo, pero la posición más clara se produjo a partir de la obra de Antonio Fernández Alba y de la práctica consciente de un organicismo que era siempre ecléctico, pues tenía siempre en su base el racionalismo. Y éste podía ser puro, o, al menos, intentarlo. Pero el organicismo no.
Así, Fernández Alba, en el Convento del Rollo en Salamanca practicó una combinación entre tradicionalismo y modernidad tan intensa como clara, lo que hizo también, con distintos recursos, en el Colegio Monfort en Loeches y en algunas otras obras. Las realizaciones de Peña Ganchegui añadieron a unas bases racionalistas siempre inevitablemente implícitas en cualquiera que fueses la obra de esta época unos criterios sacados de la arquitectura vernácula y tradicional. Moneo tuvo una obra muy brillante, desgraciadamente desaparecida, la casa Gómez Acebo en la Moraleja, especialmente ecléctica y con alambicados y mezclados recursos. Y hasta Fernando Higueras, que hubiera querido practicar una arquitectura absolutamente exenta de contaminaciones racionalistas, hubo de conformarse con lo que era inevitable eclecticismo.
8. ¿Hubiera sido mejor la arquitectura española si hubiera logrado librarse de un eclecticismo que, consciente o inconscientemente, siempre fue practicado? Probablemente no, y baste examinar muchas de las obras aquí citadas, y otras muchas no aludidas, para comprobar que lo ecléctico fue casi siempre riqueza, de formas y de contenidos.
Pues, ¿acaso la arquitectura no es ecléctica por su propia naturaleza? Tiendo a creer que sí, y más aún en estos tiempos ya tan tardíos, en que resulta casi imposible, y hasta poco oportuno, evitar ciertas contaminaciones.
AÑOS 20-30 y 50-60
Antón Capitel
1. Puede decirse, sin demasiada exageración, que toda arquitectura es ecléctica, y puede añadirse también que tantas veces residen en esta condición las más importantes bases de su propia calidad. Pero ha de reconocerse igualmente que hay ocasiones, y períodos, en las que dicho eclecticismo está en el fundamento mismo de los productos arquitectónicos que definen ese momento preciso.
El afán por superar las actitudes del siglo XIX y acceder de un modo definitivo a la modernidad, considerada ésta como una “Buena Nueva”, hizo tener al concepto mismo de eclecticismo por una actitud indeseable, degradada, constituyendo durante mucho tiempo algo parecido a un insulto, a una ofensa. Pensar y decir que alguien era ecléctico suponía condenarle, tener acerca de su actitud y de su obra una idea negativa, impresentable, inmoral casi. Así fue entendido por generaciones anteriores a la de quien esto escribe.
La notable distancia que nos separa ya del inicio y hasta del triunfo de la arquitectura moderna, de un lado, y la paciencia y lucidez que hemos ido alcanzando para poder observar la realidad de un modo independiente y no prejuiciado, de otro, ha conseguido que seamos capaces de ver con nitidez el eclecticismo que invade, ya no a toda arquitectura, si no, y muy concretamente, a alguno de los períodos de la arquitectura española cuya condición “pura” era antes dada por supuesta, y tenida poco menos que como garante misma de la calidad. Tales fueron, por ejemplo, el período de 1925-1936, el del nacimiento de la arquitectura moderna en nuestro país, tan querido y hasta tan mitificado por su importante significación. Y, también, el de 1950-1970, enormemente apreciado igualmente por suponer el abandono del oscuro período historicista que caracterizó los años de posguerra y la fundación definitiva de una arquitectura española moderna y plena.
2. La arquitectura moderna del período 1925-36, identificada por algunos autores como un fenómeno cultural directamente relacionado con el pensamiento progresista pre-republicano y republicano, contó así no sólo con el mito de la pureza, sino también con otro equívoco no menos confuso, el de la relación entre modernidad avanzada e ideología progresista. No me molestaré en esta ocasión en demostrar que dicha relación no existía más que en modo ciertamente vago e indefinido, y me contentaré con afirmar que doy por descontada la demostración de que esta relación no era real en absoluto en un modo suficientemente significativo. Y que, en todo caso, este asunto no nos ocupa ahora.
Pasaré a examinar, pues, algo que considero más interesante, la inexistencia de la pureza, sea ésta figurativa o también de contenido; esto es, la consideración y el examen de las bases eclécticas, mezcladas y mestizas que alimentaron a las arquitecturas españolas de aquel período. Aunque advertiré, sin duda para alivio de algunos, que hablaré sobre todo de la arquitectura de Madrid, que en muy buena medida representó también a la de tantas partes de España, y que dejaré así intocada la arquitectura catalana, reservando para los de allí, y en modo parecido a una suerte de reto, el que sean capaces de explicar su arquitectura en aquellos años y a partir de ahora de un modo más afortunado de lo que hasta el momento lo han hecho.
“El racionalismo madrileño” fue un modo bastante consagrado de hablar de la arquitectura de aquella época, y hasta hay algún buen libro así titulado. Pero el racionalismo –entendiendo por tal el propio de la arquitectura de Le Corbusier en su primera etapa; también de las obras de la Nueva Objetividad alemana, por ejemplo, y de algunas otras manifestaciones afines a estas- no fue más que uno de los ingredientes de los que esta arquitectura se alimentó, aun cuando algunos de sus rasgos más superficiales hubieran sido más o menos dominantes.
Pues el racionalismo nacido de las raíces citadas, y de aquellas otras que les fueron complementarias y afines, convivió con otras figuraciones, recursos y contenidos muy distintos, y para cuya mezcla y combinación los arquitectos madrileños se mostraron, si no quizá muy conscientes, si, desde luego, especialmente habilidosos.
Pueden citarse, al menos, varias fuentes tan distintas como fértiles y que contaminaron y convivieron con el racionalismo. De un lado, y en primer lugar, el academicismo y sus diferentes recursos de trazado, composición y lenguaje, todos ellos en la base de la educación de la mayoría de los arquitectos que actuaron en aquella época, y que habían recibido aquellos instrumentos, de un modo u otro, en sus años de Escuela. Relativamente cercano al academicismo, pero bien distinto, en realidad, estaba también lo que podemos llamar tradicionalismo, operativo mediante la construcción aprendida en los edificios históricos y en la arquitectura popular, así como sus tipos, disposiciones y hasta elementos concretos, aprendidas estas cosas también en la Escuela, o directamente de obras y de profesores y maestros. Ello en relación con la arquitectura española, pero a ella habría que añadir también las influencias, debidas a publicaciones, a viajes y a filiaciones personales, de las Arts and Craft británicas y de sus equivalentes alemanas y centroeuropeas.
Estaban, de otro lado, los ismos modernos no incluidos directamente en el gran tronco racionalista –al que podríamos llamar la modernidad por excelencia-, tales como el expresionismo alemán, otro tronco fundamental de importantísima influencia y al que podemos añadir algunas otras tendencias afines, como la Escuela de Amsterdam, definida por los discípulos de Berlage e, incluso, por las propias obras de éste. (Porque la posible influencia de la obra de Wright, por ejemplo, que tan importante fue en la Holanda de la época, no se detecta, al menos del todo, en la arquitectura española de este período).
Pero al importante expresionismo y a sus afines y complementos hay que añadir todavía otra fuente, más figurativa y superficial que otra cosa, pero no por ello menos influyente: se trata del estilo “Art-Dèco”, cuyo seguimiento y uso fue, como sabemos, tan intenso y tan dispuesto a mezclarse con cualquiera que fuesen los otros componentes.
3. Estos son los mimbres, aunque quizá hubiera todavía algunos otros. Acaso la mezcla entre academicismo y racionalismo fuera la más importante –como ocurrió también en algunos otros países- pues afectó, por ejemplo, a obras tan grandes y completas como las de la Ciudad Universitaria de Madrid, y de muy distintas maneras. Porque fueron bien distintas las formas de proyectar de Agustín Aguirre, en el Campus de Letras; de Miguel de los Santos, el de Ciencias y Medicina, ambos incluso diferentes entre sí; de Pascual Bravo, en la Escuela de Arquitectura; de Manuel Sánchez Arcas en el Hospital Clínico; o de Luis Lacasa en la Residencia de Estudiantes. Todas estas obras fueron mestizas entre racionalismo y academicismo, como queda muy claro en tantas de ellas y como ha sido observado ya repetidas veces, y también que los instrumentos de acción fueron diversos. Baste comparar, por ejemplo, dos edificios pequeños, como la Facultad de Filosofía y Letras de Aguirre y la Escuela de Arquitectura de Bravo, para sentir intensamente las diferencias: planimetría completamente académica y figuración plenamente moderna en Aguirre, y planimetría muy moderna y figuraciones algo más académicas o, en todo caso, más escuetas, en el caso de Bravo.
Comparaciones interesantes pueden observarse también con los edificios grandes; esto es, si se examinan, por ejemplo, la Facultad de Medicina de De los Santos, de un lado, y el Hospital Clínico de Sánchez Arcas, de otro. La Facultad de Medicina, es un organismo de trazado tardoacadémico pleno y no exento de interés, y tanto la composición de conjunto que realiza con las otras dos facultades vecinas, la de Farmacia y la de Odontología, y las figuraciones concretas, externas e internas, insisten en este academicismo, de carácter simplificado. Esto es, cuya mezcla con el moderno (con el racionalismo) consiste precisamente en esta simplificación, en esta depuración del lenguaje clásico, que no desaparece, pero que se acerca mucho al lenguaje racionalista.
El Hospital Clínico, en cambio, aunque tiene una disposición planimétrica en la que lo propiamente moderno se combina con resabios académicos, esto se hace de un modo que era común a los arquitectos más avanzados, a la obra misma de Le Corbusier, por ejemplo. Esto es, que puede decirse que era lo más moderno posible, en este sentido y en su época. En cuanto al aspecto y a los caracteres figurativos, sin embargo, nada tiene del lenguaje corbuseriano o de sus afines o próximos, y sí de un cierto radicalismo de la alemana “Nueva objetividad”, a veces en forma tan escueta y sobria, tan adusta, que se confunde con un cierto academicismo. Aunque sea, en realidad, un radicalismo extremo, consciente de su purismo y de su sobriedad.
Pero, en fin, estas mezclas entre academicismo y racionalismo fueron muy comunes en la época. Ateniéndonos a Madrid, puede añadirse también la Fundación Rockefeller, de Lacasa y Sánchez Arcas, o el complejo del Instituto Escuela, de Arniches y Domínguez, de otro talante, pero también partícipe de esta mezcla.
Próximo al academicismo, pero distinto de éste, está el “tradicionalismo”. Podemos apuntar en esta tendencia, y por tantas cosas, a la famosa “Casa de las Flores”, de Secundino Zuazo, que tanto debe también a ciertas tendencias europeas, como a la obra de Berlage y a la Escuela de Amsterdam, y a otros ejemplos europeos diferentes. Ahora bien, en este caso, los españoles podemos ponernos más serios y más contentos, pues pocas cosas hubo en la vivienda moderna de aquella época tan cualificadas como la famosa manzana del barrio madrileño de Arguelles. El hecho de ser una casa construida con muros de carga de ladrillo y de tener también otras cosas, como las cubiertas de madera, sitúan la obra de modo decidido en una tendencia tradicionalista, pero, como siempre, mezclada. En los aspectos visuales y compositivos, la obra es neo-académica, y no en vano quería emular convenientemente a las casas de balcones del siglo XIX que cualificaron el casco antiguo madrileño y algo del ensanche. No obstante, hay algunos elementos lingüísticos del racionalismo, como son las terrazas de la fachada sur. Y hay otros muchos detalles (arcos parabólicos de los bajos, entradas de los portales) que juegan con un pícaro historicismo, a veces neo-barroco, tan irónico como hábil y plenamente conseguido. De otro lado, y todavía, la disposición misma de la manzana (aquello que probablemente sea lo más importante de la obra), con su cuádruple crujía servida por patios corridos, y con su gran patio jardín abierto a las calles, supone una disposición urbana higienista que carece de estilo, pero que es absolutamente moderna. La compatibilización de esta disposición con el terreno de una manzana del ensanche y con sus obligaciones como volumen urbano completan, sintéticamente, los muy diversos ingredientes de esta obra maestra con una actitud urbana propia también del mundo académico decimonónico y se enlazan con la figuración antes comentada.
Ahora bien, las obras tradicionalistas no fueron muchas, sobre todo si nos alejamos de la figura de Zuazo. Para completarla podría recordarse el Hospital de Toledo, de Sánchez Arcas, Lacasa y Solana, en el que una planimetría de academicismo modernizado se concreta con una construcción y unas figuraciones tradicionalistas muy intensas como tales, y en cuyas intenciones quizá estuvieran presentes cuestiones ambientales en relación a la relativamente próxima ciudad histórica.
4. La combinación entre expresionismo y racionalismo fue también propia de esta época, tanto en muchas partes de España como en Madrid, tal y como ha sido ya repetidamente observado hace bastante tiempo. No se ha hecho notar tanto que dicha combinación, y más allá de lo directo o no de esta influencia, no es de origen español ni madrileño, sino que procede de la actitud adoptada por el gran arquitecto alemán Erich Mendelsohn cuando decidió abandonar el expresionismo pleno por dicha combinación, y a favor del sentido práctico; o, más concretamente, a favor de una actitud más propia para conseguir encargos.
Casi toda la obra de Mendelsohn estuvo inmersa en esta actitud, como fueron los importantes edificios de oficinas para Berlín, casi todos ellos desaparecidos en la segunda guerra mundial, y algunos otros. Mendelsohn combinó con extraordinaria habilidad los principios conceptuales y plásticos de ambas tendencias, en principio opuestas, y la fertilidad de su actitud se extendió muy rápidamente por el mundo occidental. En Madrid hay algunos casos bien atractivos (como los hay en muchas partes de España) y baste citar el conocido Cine Barceló (hoy sala “Pachá”), de Luis Gutiérez Soto, ejemplar tan atractivo como exacto; y, también, el no menos famoso edificio Capitol, de Luis Martínez Feduchi y Vicente Eced, más complejo en su uso, tamaño y disposición, y, también, en ingredientes e influencias. Pues el Capitol fue sensible también al estilo “Art-Dèco” en muchos de sus elementos decorativos, y recogió aquí una influencia estadounidense, como ha sido también, y naturalmente, bien notado. Pero incluso ha de hablarse en este complejo edificio de las lecciones aprendidas en las arquitecturas académicas y eclécticas españolas al ser capaz de disponer un edificio tan respetuosamente urbano como figurativamente tan acertado en su papel de edificio singular, y hacerlo sirviendo con extraordinaria precisión la dificultad de adaptarse a un terreno tan irregular.
5. Otras cosas quedan, desde luego. La unión entre racionalismo y Art-Dèco, sin la intervención del expresionismo, quedó presente, por ejemplo, en el desaparecido Mercado de Olavide, del arqto Javier Ferrero, autor también de una atractiva combinación entre un intenso “estructuralismo” (pariente tanto del academicismo como del racionalismo) y el Art-Dèco en el viaducto madrileño de la calle de Bailén.
La intervención de la ingeniería generó también otras combinaciones, como es el caso del brillante Hipódromo de la Zarzuela, en el que la presencia de Eduardo Torroja originó un atractivo “estructuralismo”, a la postre inevitable pariente del expresionismo, pero que fue combinado también por los arquitectos del conjunto, Arniches y Domínguez, con una posición y una actitud que se inspiraba en buena medida en la admirada “arquitectura popular”.
Arniches y Domínguez hicieron también en Madrid la conocida Residencia de Señoritas de la esquina entre las calles Miguel Ángel y Martínez Campos. Podría decirse que en ella brilla exclusivamente el racionalismo, moderado, pero puro. Pero esto, aunque bien intenso, no es del todo cierto. La forma en que el edificio se pliega ante el ángulo de las calles, la existencia del chaflán y el tan diferente comportamiento de las fachadas a la calle y al jardín hablan también de la influencia del comportamiento urbano de la arquitectura del academicismo ecléctico.
No voy a insistir. Basta para entender la condición mestiza de la arquitectura española de aquella época, la riqueza de sus referencias y la habilidad desplegada en el uso de éstas. Acaso el examen de otros casos en otras culturas occidentales, todas ellas bastante afines, no muestre situaciones muy diferentes.
6. Vayamos ahora a los años 50 y 60, y la mayor abundancia de obras en esta época irá a procurar una mayor síntesis.
Bien es cierto que las posiciones propias de los años 40, en lo que hace al menos a la generación joven, ya estaban teñidas de eclecticismo, consistente en conciliar el academicismo practicado por sus mayores, y enseñado en las Escuelas, con las posiciones que los jóvenes entreveían en aquella España cerrada. Baste citar para ello las obras de Fisac para el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, o, sobre todo, la Delegación Nacional de Sindicatos, de Cabrero y Aburto, proyectada y realizada entre el final y el principio de las dos décadas, y que tan fielmente representa una postura tradicional –pero no exactamente académica- en relación con el asentamiento del edificio en el importante enclave urbano que ocupa y, de otro lado, el brillante seguimiento de una figuración moderna "metafísica" inspirada en algunas de las obras italianas de la época.
Más allá de estos años se produjo el triunfo pleno de los modos modernos, libres ya de contaminaciones tradicionales o académicas. Pero, como tantas veces se ha observado, en España -y como ocurrió igualmente en todo el mundo occidental- se produjo también el triunfo del "Estilo Internacional", entendido como la mejor práctica arquitectónica de los tiempos y las naciones modernas, simultáneamente con una contestación o revisión del mismo, la orgánica, que tuvo protagonistas tan prestigiados como los arquitectos nórdicos, presididos nada menos que por Alvar Aalto, o tan significativas como los arquitectos italianos de la generación del malogrado Terragni, que practicaban lo que llamaron el "neo-realismo" o lo que suponía la teoría de las "pre-existencias ambientales".
Así, pues. del mismo modo que Aalto construía el Ayuntamiento de Säynatsälo, tradicionalista y moderno a la vez (y que Jacobsen integraba en el racionalismo las cubiertas inclinadas, que Utzon demostraba que las casas patio podían ser modernas, que Ridolfi y Quaroni proclamaban en el Tiburtino un popularismo contemporáneo, o que los arquitectos milaneses y venecianos ensayaban propuestas modernas compatibles con las ciudades históricas), una generación más joven que la nórdica y que la italiana, ensayaba en España una incorporación a la modernidad plena que, quizá por la novedad, por la prisa y por el cierto deslumbramiento que el mismo hecho suponía, no pudo parar mientes en la naturaleza exacta de los instrumentos que utilizaba.
Ya De la Sota -como Fisac, como Cabrero- había sido voluntariamente ecléctico en las obras del Instituto Nacional de Colonización, comprometidas con el uso de criterios tradicionales y instrumentos planimétricos modernos, responsables de un lenguaje mezclado, no por ello menos brillante. Pero después, iniciada la época plenamente moderna, fué de los autores que introdujeron antes las contaminaciones orgánicas del racionalismo, como probaba la desaparecida casa en la calle Doctor Arce, en Madrid, entre otras obras. También Coderch había sido ya mitad racionalista mitad informalista en la brillante casa de pisos en la Barceloneta. Paradójicamente, De la Sota se convirtió después en el practicante y defensor más encendido de un racionalismo purista que fue, sin embargo y acaso a pesar suyo, también algo ecléctico.
Hubo otros intensos e importantes defensores de la modernidad pura, como fue Sáenz de Oíza, al principio de su carrera, y en una lógica respuesta ante la práctica de los barrios oficiales de viviendas económicas. Pero ya en la Ciudad Blanca de Alcudia se presentó como un revisionista, en este caso cercano a los del Team X, teniendo en el caso posterior de Torres Blancas una verdadera explosión ecléctica, que mezcla muy brillantemente posiciones corbuserianas y wrightianas con otras propias del organicismo tardío de Utzon o de Saarinen.
Fisac, una vez abandonada la posición juvenil de los años 40, fue casi siempre un arquitecto que mezclaba voluntariamente el racionalismo y el organicismo, a veces integrándolos (como era, por ejemplo, en las iglesias) y en otras ocasiones superponiéndolos, como en el brillante caso del Centro Hidrográfico del río Manzanares, en Madrid.
Pero probablemente los arquitectos más emblemáticos de esta generación en cuanto a una práctica mezclada e intermedia entre racionalismo y organicismo fueran Corrales y Molezún, aunque no fuera más que por su reconocida obra maestra del Pabellón español para la Expo de Bruselas de 1958. Principios puramente modernos, racionalistas, como era el de la repetición modular y el crecimiento indefinido, la forma abierta, así como la propia condición figurativa, se integraron con la malla hexagonal, natural o cristalográfica, pero al fin netamente organicista, y con la identidad entre espacio y estructura resistente, derivado en forma directa de la arquitectura del segundo Wright.
¿Podríamos pensar que estas mezclas -acaso ignorantes de una fuerte oposición entre racionalismo y organicismo como arquitecturas contrarias- fue un lastre que perjudicó la arquitectura española de aquellos años? Así lo pensaba un ilustre arquitecto y crítico español hace ya bastante tiempo, identificando con lucidez una cierta falta de criterio intelectual en el examen de sus propios instrumentos por parte de los proyectistas, pero concluyendo con ese reconocimiento una cierta falta de calidad de sus producciones. Quien escribe no piensa que esto sea así y, más allá de la conciencia o no de los autores acerca de sus instrumentos de proyecto, cabría decir que tales mezclas e incorporaciones eclécticas favorecieron y enriquecieron la arquitectura española producida en aquellos años (bajo la dilatada etapa de la dictadura militar), y que formaron parte, con las arquitecturas puristas y con otras, de un panorama muy rico e interesante, sobre todo por diversificado.
7. Generaciones posteriores a esta primera promoción de posguerra continuaron con una práctica de la arquitectura orgánica que era, por su propia naturaleza, una arquitectura ecléctica en cuanto incorporaba inevitablemente principios racionalistas. La generación de Cano Lasso, de Carvajal y de Alas y Casariego presentaron también perfiles eclécticos, como no podía ser de otro modo, pero la posición más clara se produjo a partir de la obra de Antonio Fernández Alba y de la práctica consciente de un organicismo que era siempre ecléctico, pues tenía siempre en su base el racionalismo. Y éste podía ser puro, o, al menos, intentarlo. Pero el organicismo no.
Así, Fernández Alba, en el Convento del Rollo en Salamanca practicó una combinación entre tradicionalismo y modernidad tan intensa como clara, lo que hizo también, con distintos recursos, en el Colegio Monfort en Loeches y en algunas otras obras. Las realizaciones de Peña Ganchegui añadieron a unas bases racionalistas siempre inevitablemente implícitas en cualquiera que fueses la obra de esta época unos criterios sacados de la arquitectura vernácula y tradicional. Moneo tuvo una obra muy brillante, desgraciadamente desaparecida, la casa Gómez Acebo en la Moraleja, especialmente ecléctica y con alambicados y mezclados recursos. Y hasta Fernando Higueras, que hubiera querido practicar una arquitectura absolutamente exenta de contaminaciones racionalistas, hubo de conformarse con lo que era inevitable eclecticismo.
8. ¿Hubiera sido mejor la arquitectura española si hubiera logrado librarse de un eclecticismo que, consciente o inconscientemente, siempre fue practicado? Probablemente no, y baste examinar muchas de las obras aquí citadas, y otras muchas no aludidas, para comprobar que lo ecléctico fue casi siempre riqueza, de formas y de contenidos.
Pues, ¿acaso la arquitectura no es ecléctica por su propia naturaleza? Tiendo a creer que sí, y más aún en estos tiempos ya tan tardíos, en que resulta casi imposible, y hasta poco oportuno, evitar ciertas contaminaciones.
jueves, 11 de febrero de 2016
ALVAR AALTO, UN MAESTRO MODERNO, CLÁSICO Y CONTEMPORÁNEO
Alvar Aalto (Kuortane, Finlandia, 1898; Helsinki, 1976) fue el gran maestro juvenil de la arquitectura moderna, muy posterior a Frank Lloyd Wright, pero también a Le Corbusier y a Mies van der Rohe, de edad semejante entre ellos e intermedia entre los dos primeros. Y podría decirse así, sin demasiada exageración, que con las obras de estos cuatro nombres lograríamos sintetizar muy expresivamente lo que se ha considerado como más importante de la arquitectura de la revolución moderna, que ellos inventaron como los protagonistas principales que fueron, sacando a la arquitectura del eclecticismo y el historicismo sistemáticos y exacerbados que habían caracterizado a la que fue propia del siglo XIX.
Alvar Aalto fue, pues, el más joven de los reconocidos como "grandes maestros", y también aquél que, sin abandonar la arquitectura moderna propiamente dicha, la enriqueció considerablemente. La modernidad había sido relativamente plural en su inicial consolidación, en el período de entreguerras, pero triunfó y se consolidó definitivamente, no por medio de todas las tendencias, sino mediante la que fue realmente triunfante y que se conoció como "racionalismo", o, luego, "Estilo Internacional". (O bien "funcionalismo", si se prefiere, y si pensamos en el modo de hablar común en los ambientes menos profesionales). Esta tendencia vencedora puede definir muy bien tanto a la obra de Le Corbusier como a la de Mies van der Rohe, ambos campeones de dos de las modalidades de ella, próximas pero distintas.
Aalto estudió en Helsinki y fue alumno de arquitectos que representaban entonces lo que se conoció en los países nórdicos como "romanticismo nacional". Pero al iniciar la profesión se incorporó al llamado "nuevo clasicismo", que se oponía a lo anterior, que capitaneaba el arquitecto sueco Erik Gunnar Asplund, y que practicaron todos los arquitectos nórdicos y jóvenes de aquel tiempo. Al llamado romanticismo opusieron, pues, un estilo de clasicismo simplificado y modernizado, bastante anacrónico en realidad, aunque no exento de aciertos, y que los caracterizó durante algún tiempo.
Pero la arquitectura moderna se había iniciado en Europa casi en el mismo momento de esta práctica, por lo que los jóvenes nórdicos la fueron abandonando para ejercer las tendencias nuevas. Alvar Aalto (con su mujer Aino Marsi, también arquitecto y ambos ayudantes de Erik Bryggman en Turku y en sus primeros años de profesión) fue de los primeros y de los más rápidos en hacer este cambio y en practicar el racionalismo en obras ya bien significativas, como fueron el edificio para el periódico de Turku (1928) y el Sanatorio antituberculoso de Paimio (1929). Este último fue conocido ya entonces, al publicarse en algunas revistas europeas. Una arquitectura blanca, geométrica, de formas relativamente simples pero de expresión funcional y estructural, variada, y pintoresca, de volumen exento y libre, hizo ingresar a los Aalto en la arquitectura moderna, casi oficialmente, podríamos decir. Y muy concretamente en lo que los estadounidenses llamarían, años adelante, el "Estilo Internacional".
Pero a los Aalto los caracterizó enseguida una arquitectura más compleja aún , en la que podría decirse que las bases románticas y clasicistas de su juventud no habían desaparecido del todo, y a la que se incorporaron también recursos e ingredientes de lo que se llamó el "organicismo", entendido éste, sobre todo, como aspiración a seguir en el diseño arquitectónico algunos principios que se extraían fundamentalmente de las leyes de la naturaleza, biológica y telúrica, e interpretadas por medio de analogías instrumentales. Todo ello sin que se perdieran tampoco los fundamentos racionalista y funcionalista en que se habían basado para ser modernos, y obteniendo así una arquitectura formal y espacialmente más rica y matizada, que se consideró como portadora de un nuevo humanismo, y que fue enseguida muy admirada. Esta etapa puede considerarse representada por tres grandes obras maestras, muy celebradas y muy distintas, la Biblioteca de Viipuri (entonces en Finlandia y hoy llamada Viborg y en Rusia, 1930-35) la lujosa vivienda unifamiliar en el campo llamada "Villa Mairea" (Pori, 1937) y el Pabellón finlandés en la Exposición Internacional de Nueva York de 1939. Estas tres obras, todas ellas de la época inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial, han de considerarse como las que definen bien esta primera "edad de oro" de la arquitectura aaltiana, quizá la mejor de todas, al menos en el juicio de algunos.
Por causa del Pabellón finlandés de Nueva York, extremadamente original y brillante, los Aalto fueron conocidos en Estados Unidos. Incluso el propio Frank Lloyd Wright, que no prodigaba los elogios, fue a visitarlo expresamente, y dicen que una vez dentro, exclamó entusiasmado: "Alvar Aalto es un genio". Este conocimiento hizo que los estadounidenses, algo más adelante, le libraran a él y a su familia de la segunda guerra ruso-finlandesa (una de las dos guerras simultáneas a la segunda mundial) y que se lo llevaran allí a dar clase, visita que se repitió después de acabado el conflicto y que le valió el encargo del edificio de dormitorio para residentes mayores y de posgrado en el M.I.T, en Boston (1946-49). Este edificio, muy original y atractivo, compuesto mediante una planta en forma ondulada, fue también enseguida uno de sus iconos.
La arquitectura del "Estilo Internacional" (el funcionalismo, a la postre) se convirtió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial en el estilo de las democracias, aceptada por Estados Unido y por Gran Bretaña, y casi oficialmente proclamada para evitar así la continuidad de una práctica, la del clasicismo tardío, que había pasado a considerarse propia de soviéticos y de alemanes; es decir, de rojos y de nazis. Esto no era verdad, pues las arquitecturas oficiales de Estados Unidos y de Gran Bretaña habían sido igualmente clasicistas hasta la guerra mundial, pero así son las cosas, o así se cuentan.
El caso es que, simultáneamente con este triunfo oficial, la arquitectura racionalista fue revisada y contestada por algunos arquitectos y grupos significativos, entre los que se encontraban algunos de los países nórdicos, y, muy concretamente Alvar Aalto, ya enormemente admirado y dotado de gran prestigio. Concentrándonos en él, Aalto creía que, al menos en algunas ocasiones y lugares, la arquitectura moderna, sin dejar de existir como tal, podía y debía admitir algunos recursos, instrumentos y elementos de la arquitectura tradicional o histórica, enriqueciéndose así con ello y adecuándose más a determinados usos y emplazamientos. Puede decirse que lo más representativo, conocido y celebrado de esta actitud fue el Ayuntamiento del pueblo de Saynätsälo (Finlandia, 1949-52), construido en un ambiente plenamente campestre, y concebido como un moderno palacete en torno a un patio; esto es, tan moderno como tradicional, edificado con ladrillo y piedra berroqueña y con cubiertas inclinadas. Es una obra muy atractiva y brillante, enormemente conocida y admirada desde entonces, y cuyo prestigio no ha decaído. Ha de hacerse notar que esta tendencia y este edificio fueron especialmente importantes para los arquitectos españoles, sobre todo para un grupo significativo de arquitectos madrileños, seguidores en buena medida de las posiciones aaltianas.
Pero, dicho esto, sería el momento de advertir que los Aalto fueron con todas estas obras los introductores de un moderno y consciente eclecticismo. Esto es, de una actitud que no está demasiado interesada en la fidelidad a un estilo definido, ni siquiera en la fidelidad a nada realmente estilístico, sino que busca, por el contrario, resolver los problemas planteados en cada edificio, identificando, mediante la atención al programa, al necesario carácter de cada institución y a las características del lugar, aquélla arquitectura, casi siempre compleja y matizada que cada caso concreto provoca y requiere. Esto es lo que explica, a la postre, las diferencias tan grandes entre las cinco obras maestras citadas y entre todas las demás.
También es importante distinguir al joven maestro moderno de los otros tres grandes en otro aspecto. Aalto no fue, ni se presentó nunca, como una suerte de demiurgo, de salvador de la humanidad mediante la arquitectura, y cosas semejantes, que sí podemos aplicar, en mayor o menor medida, a los otros tres. Aalto fue más un profesional puro, excepcionalmente dotado, pero más corriente, casi "de provincias", podríamos decir; en el sentido de que daba a las obras el tratamiento que cada una verdaderamente se merecía y que hizo así muchas obras normales, ordinarias, sin gestos heroicos, y que solo en la observación atenta se manifiestan como de muy alto nivel. Eso le ha convertido en algo más cercano para todos, y concretamente para sus compañeros, aunque su virtuosismo y su brillante y asombrosa habilidad hiciera que no haya tenido, casi, discípulos.
Pero esto no debe hacernos creer en que se entregara a nada próximo a lo vulgar. Aalto fue un arquitecto extremadamente preocupado por la reflexión acerca de la naturaleza de la arquitectura, por su significado social y cultural, por el valor intelectual de sus instrumentos,... y llevó la reflexión a sus obras con eficacia y atractivo. Aalto pensaba en las leyes naturales como posible aplicación a los edificios, así como en el valor de la historia y el de las tradiciones. La reflexión acerca de la naturaleza le llevó a no estimar los habituales mecanismos arquitectónicos de la repetición y la igualdad, que en la naturaleza no se producen, y a utilizar la geometría racional, desde luego, pero siempre sin abusos, evitando por ejemplo el paralelismo sistemático, o los esquematismos inherentes a las composiciones lineales, típicas de la modernidad. Tuvo mucha estimación por lo telúrico y por lo topográfico: el hecho de que la tierra es discontinua, diferente en cada uno de sus puntos, se trasladó a sus obras en lúcidas interpretaciones conceptuales y plásticas. Identificó también algunas formas apriorísticas, para él superiores a otras; pero, lejos de la estimación de las figuras geométricas regulares, como ocurrió con el renacimiento o en el caso de Le Corbusier, puso su aprecio, por el contrario, en figuras irregulares y naturalistas, como fueron las formas onduladas y las formas en abanico, que utilizó con gran profusión, habilidad y diversidad.
Puede decirse que no hubo tópico que evitara y combatiera, y de esos combates sacó la mayor parte de sus valores. Aunque no ha de confundirse esto con el desprecio por las convenciones, pues como lúcido y sabio que era, respetó el valor que en la arquitectura tienen. Y todo lo hizo con una extraordinaria habilidad para el diseño de cualquiera que fuese el objetivo, lo que le llevó también, como es bien sabido, y desde el principio de su carrera, a ser un atractivo diseñador de muebles. (Lo eran ambos, su mujer y él, colaboradores en todo; pero Aino murió prematuramente después de la segunda guerra mundial. Él se volvió a casar, años después, con Elisa, también arquitecto y empleada suya en el estudio).
Para dar una idea suficientemente completa de Aalto sólo dos cosas faltarían por señalar. La primera, la del reconocimiento de la discontinuidad que la arquitectura tiene. Para Aalto la naturaleza de la arquitectura no es siempre la misma, como se había dicho al hablar de su eclecticismo; y , así puede cambiar incluso en un mismo edificio, como de hecho lo hizo en muchas de sus obras, que integran o compatibilizan dos modos diferentes, a menudo opuestos, de entender la forma arquitectónica. Tantas obras (Casa de Cultura de Helsinki, Biblioteca de Seinäjoky, Apartamentos en Bremen, Ópera de Essen...) tienen como su principio fundamental ese acuerdo, o esa confrontación, entre arquitecturas opuestas.
La segunda es el haber sido, junto con algunos otros maestros, uno de los proyectistas que basaron su inspiración en las formas ilusorias. Esto es, el haber elegido manifestaciones de lo imposible, de lo ilusorio, de lo maravilloso o lo mágico, de lo real o materialmente inexistente, en fin, como pretexto fértil para inventar la nueva arquitectura. La representación ilusoria de la naturaleza, la multiplicación mágica del sol, la desaparición de la gravedad, ... son algunas de las muchas y atractivas ilusiones empleadas por Aalto para hacer su arquitectura. Esto es, para trasladar el lenguaje figurado, los tropos y las metáforas, a la concepción de los edificios, uniendo así arquitectura y literatura, o arquitectura y lenguaje, en un insólito abrazo. Cierto es que Asplund o el mismo Le Corbusier también lo hicieron, y que ello habla por lo tanto de una interpretación de la arquitectura moderna tan poco estudiada como verdaderamente importante.
La obra de Aalto se ofrece, pues, como una de las más importantes y seductoras de la arquitectura moderna. Tanto es así que su prestigio continúa incólume: le vemos como uno de los que son ya clásicos y más valiosos, pero también, y todavía, como uno de nuestros contemporáneos.
(Texto publicado en el periódico “Ahora”, de 25 sep-1 oct. 2015)
Alvar Aalto (Kuortane, Finlandia, 1898; Helsinki, 1976) fue el gran maestro juvenil de la arquitectura moderna, muy posterior a Frank Lloyd Wright, pero también a Le Corbusier y a Mies van der Rohe, de edad semejante entre ellos e intermedia entre los dos primeros. Y podría decirse así, sin demasiada exageración, que con las obras de estos cuatro nombres lograríamos sintetizar muy expresivamente lo que se ha considerado como más importante de la arquitectura de la revolución moderna, que ellos inventaron como los protagonistas principales que fueron, sacando a la arquitectura del eclecticismo y el historicismo sistemáticos y exacerbados que habían caracterizado a la que fue propia del siglo XIX.
Alvar Aalto fue, pues, el más joven de los reconocidos como "grandes maestros", y también aquél que, sin abandonar la arquitectura moderna propiamente dicha, la enriqueció considerablemente. La modernidad había sido relativamente plural en su inicial consolidación, en el período de entreguerras, pero triunfó y se consolidó definitivamente, no por medio de todas las tendencias, sino mediante la que fue realmente triunfante y que se conoció como "racionalismo", o, luego, "Estilo Internacional". (O bien "funcionalismo", si se prefiere, y si pensamos en el modo de hablar común en los ambientes menos profesionales). Esta tendencia vencedora puede definir muy bien tanto a la obra de Le Corbusier como a la de Mies van der Rohe, ambos campeones de dos de las modalidades de ella, próximas pero distintas.
Aalto estudió en Helsinki y fue alumno de arquitectos que representaban entonces lo que se conoció en los países nórdicos como "romanticismo nacional". Pero al iniciar la profesión se incorporó al llamado "nuevo clasicismo", que se oponía a lo anterior, que capitaneaba el arquitecto sueco Erik Gunnar Asplund, y que practicaron todos los arquitectos nórdicos y jóvenes de aquel tiempo. Al llamado romanticismo opusieron, pues, un estilo de clasicismo simplificado y modernizado, bastante anacrónico en realidad, aunque no exento de aciertos, y que los caracterizó durante algún tiempo.
Pero la arquitectura moderna se había iniciado en Europa casi en el mismo momento de esta práctica, por lo que los jóvenes nórdicos la fueron abandonando para ejercer las tendencias nuevas. Alvar Aalto (con su mujer Aino Marsi, también arquitecto y ambos ayudantes de Erik Bryggman en Turku y en sus primeros años de profesión) fue de los primeros y de los más rápidos en hacer este cambio y en practicar el racionalismo en obras ya bien significativas, como fueron el edificio para el periódico de Turku (1928) y el Sanatorio antituberculoso de Paimio (1929). Este último fue conocido ya entonces, al publicarse en algunas revistas europeas. Una arquitectura blanca, geométrica, de formas relativamente simples pero de expresión funcional y estructural, variada, y pintoresca, de volumen exento y libre, hizo ingresar a los Aalto en la arquitectura moderna, casi oficialmente, podríamos decir. Y muy concretamente en lo que los estadounidenses llamarían, años adelante, el "Estilo Internacional".
Pero a los Aalto los caracterizó enseguida una arquitectura más compleja aún , en la que podría decirse que las bases románticas y clasicistas de su juventud no habían desaparecido del todo, y a la que se incorporaron también recursos e ingredientes de lo que se llamó el "organicismo", entendido éste, sobre todo, como aspiración a seguir en el diseño arquitectónico algunos principios que se extraían fundamentalmente de las leyes de la naturaleza, biológica y telúrica, e interpretadas por medio de analogías instrumentales. Todo ello sin que se perdieran tampoco los fundamentos racionalista y funcionalista en que se habían basado para ser modernos, y obteniendo así una arquitectura formal y espacialmente más rica y matizada, que se consideró como portadora de un nuevo humanismo, y que fue enseguida muy admirada. Esta etapa puede considerarse representada por tres grandes obras maestras, muy celebradas y muy distintas, la Biblioteca de Viipuri (entonces en Finlandia y hoy llamada Viborg y en Rusia, 1930-35) la lujosa vivienda unifamiliar en el campo llamada "Villa Mairea" (Pori, 1937) y el Pabellón finlandés en la Exposición Internacional de Nueva York de 1939. Estas tres obras, todas ellas de la época inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial, han de considerarse como las que definen bien esta primera "edad de oro" de la arquitectura aaltiana, quizá la mejor de todas, al menos en el juicio de algunos.
Por causa del Pabellón finlandés de Nueva York, extremadamente original y brillante, los Aalto fueron conocidos en Estados Unidos. Incluso el propio Frank Lloyd Wright, que no prodigaba los elogios, fue a visitarlo expresamente, y dicen que una vez dentro, exclamó entusiasmado: "Alvar Aalto es un genio". Este conocimiento hizo que los estadounidenses, algo más adelante, le libraran a él y a su familia de la segunda guerra ruso-finlandesa (una de las dos guerras simultáneas a la segunda mundial) y que se lo llevaran allí a dar clase, visita que se repitió después de acabado el conflicto y que le valió el encargo del edificio de dormitorio para residentes mayores y de posgrado en el M.I.T, en Boston (1946-49). Este edificio, muy original y atractivo, compuesto mediante una planta en forma ondulada, fue también enseguida uno de sus iconos.
La arquitectura del "Estilo Internacional" (el funcionalismo, a la postre) se convirtió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial en el estilo de las democracias, aceptada por Estados Unido y por Gran Bretaña, y casi oficialmente proclamada para evitar así la continuidad de una práctica, la del clasicismo tardío, que había pasado a considerarse propia de soviéticos y de alemanes; es decir, de rojos y de nazis. Esto no era verdad, pues las arquitecturas oficiales de Estados Unidos y de Gran Bretaña habían sido igualmente clasicistas hasta la guerra mundial, pero así son las cosas, o así se cuentan.
El caso es que, simultáneamente con este triunfo oficial, la arquitectura racionalista fue revisada y contestada por algunos arquitectos y grupos significativos, entre los que se encontraban algunos de los países nórdicos, y, muy concretamente Alvar Aalto, ya enormemente admirado y dotado de gran prestigio. Concentrándonos en él, Aalto creía que, al menos en algunas ocasiones y lugares, la arquitectura moderna, sin dejar de existir como tal, podía y debía admitir algunos recursos, instrumentos y elementos de la arquitectura tradicional o histórica, enriqueciéndose así con ello y adecuándose más a determinados usos y emplazamientos. Puede decirse que lo más representativo, conocido y celebrado de esta actitud fue el Ayuntamiento del pueblo de Saynätsälo (Finlandia, 1949-52), construido en un ambiente plenamente campestre, y concebido como un moderno palacete en torno a un patio; esto es, tan moderno como tradicional, edificado con ladrillo y piedra berroqueña y con cubiertas inclinadas. Es una obra muy atractiva y brillante, enormemente conocida y admirada desde entonces, y cuyo prestigio no ha decaído. Ha de hacerse notar que esta tendencia y este edificio fueron especialmente importantes para los arquitectos españoles, sobre todo para un grupo significativo de arquitectos madrileños, seguidores en buena medida de las posiciones aaltianas.
Pero, dicho esto, sería el momento de advertir que los Aalto fueron con todas estas obras los introductores de un moderno y consciente eclecticismo. Esto es, de una actitud que no está demasiado interesada en la fidelidad a un estilo definido, ni siquiera en la fidelidad a nada realmente estilístico, sino que busca, por el contrario, resolver los problemas planteados en cada edificio, identificando, mediante la atención al programa, al necesario carácter de cada institución y a las características del lugar, aquélla arquitectura, casi siempre compleja y matizada que cada caso concreto provoca y requiere. Esto es lo que explica, a la postre, las diferencias tan grandes entre las cinco obras maestras citadas y entre todas las demás.
También es importante distinguir al joven maestro moderno de los otros tres grandes en otro aspecto. Aalto no fue, ni se presentó nunca, como una suerte de demiurgo, de salvador de la humanidad mediante la arquitectura, y cosas semejantes, que sí podemos aplicar, en mayor o menor medida, a los otros tres. Aalto fue más un profesional puro, excepcionalmente dotado, pero más corriente, casi "de provincias", podríamos decir; en el sentido de que daba a las obras el tratamiento que cada una verdaderamente se merecía y que hizo así muchas obras normales, ordinarias, sin gestos heroicos, y que solo en la observación atenta se manifiestan como de muy alto nivel. Eso le ha convertido en algo más cercano para todos, y concretamente para sus compañeros, aunque su virtuosismo y su brillante y asombrosa habilidad hiciera que no haya tenido, casi, discípulos.
Pero esto no debe hacernos creer en que se entregara a nada próximo a lo vulgar. Aalto fue un arquitecto extremadamente preocupado por la reflexión acerca de la naturaleza de la arquitectura, por su significado social y cultural, por el valor intelectual de sus instrumentos,... y llevó la reflexión a sus obras con eficacia y atractivo. Aalto pensaba en las leyes naturales como posible aplicación a los edificios, así como en el valor de la historia y el de las tradiciones. La reflexión acerca de la naturaleza le llevó a no estimar los habituales mecanismos arquitectónicos de la repetición y la igualdad, que en la naturaleza no se producen, y a utilizar la geometría racional, desde luego, pero siempre sin abusos, evitando por ejemplo el paralelismo sistemático, o los esquematismos inherentes a las composiciones lineales, típicas de la modernidad. Tuvo mucha estimación por lo telúrico y por lo topográfico: el hecho de que la tierra es discontinua, diferente en cada uno de sus puntos, se trasladó a sus obras en lúcidas interpretaciones conceptuales y plásticas. Identificó también algunas formas apriorísticas, para él superiores a otras; pero, lejos de la estimación de las figuras geométricas regulares, como ocurrió con el renacimiento o en el caso de Le Corbusier, puso su aprecio, por el contrario, en figuras irregulares y naturalistas, como fueron las formas onduladas y las formas en abanico, que utilizó con gran profusión, habilidad y diversidad.
Puede decirse que no hubo tópico que evitara y combatiera, y de esos combates sacó la mayor parte de sus valores. Aunque no ha de confundirse esto con el desprecio por las convenciones, pues como lúcido y sabio que era, respetó el valor que en la arquitectura tienen. Y todo lo hizo con una extraordinaria habilidad para el diseño de cualquiera que fuese el objetivo, lo que le llevó también, como es bien sabido, y desde el principio de su carrera, a ser un atractivo diseñador de muebles. (Lo eran ambos, su mujer y él, colaboradores en todo; pero Aino murió prematuramente después de la segunda guerra mundial. Él se volvió a casar, años después, con Elisa, también arquitecto y empleada suya en el estudio).
Para dar una idea suficientemente completa de Aalto sólo dos cosas faltarían por señalar. La primera, la del reconocimiento de la discontinuidad que la arquitectura tiene. Para Aalto la naturaleza de la arquitectura no es siempre la misma, como se había dicho al hablar de su eclecticismo; y , así puede cambiar incluso en un mismo edificio, como de hecho lo hizo en muchas de sus obras, que integran o compatibilizan dos modos diferentes, a menudo opuestos, de entender la forma arquitectónica. Tantas obras (Casa de Cultura de Helsinki, Biblioteca de Seinäjoky, Apartamentos en Bremen, Ópera de Essen...) tienen como su principio fundamental ese acuerdo, o esa confrontación, entre arquitecturas opuestas.
La segunda es el haber sido, junto con algunos otros maestros, uno de los proyectistas que basaron su inspiración en las formas ilusorias. Esto es, el haber elegido manifestaciones de lo imposible, de lo ilusorio, de lo maravilloso o lo mágico, de lo real o materialmente inexistente, en fin, como pretexto fértil para inventar la nueva arquitectura. La representación ilusoria de la naturaleza, la multiplicación mágica del sol, la desaparición de la gravedad, ... son algunas de las muchas y atractivas ilusiones empleadas por Aalto para hacer su arquitectura. Esto es, para trasladar el lenguaje figurado, los tropos y las metáforas, a la concepción de los edificios, uniendo así arquitectura y literatura, o arquitectura y lenguaje, en un insólito abrazo. Cierto es que Asplund o el mismo Le Corbusier también lo hicieron, y que ello habla por lo tanto de una interpretación de la arquitectura moderna tan poco estudiada como verdaderamente importante.
La obra de Aalto se ofrece, pues, como una de las más importantes y seductoras de la arquitectura moderna. Tanto es así que su prestigio continúa incólume: le vemos como uno de los que son ya clásicos y más valiosos, pero también, y todavía, como uno de nuestros contemporáneos.
(Texto publicado en el periódico “Ahora”, de 25 sep-1 oct. 2015)
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