martes, 13 de mayo de 2014

LAS NEUROSIS NACIONALES


Las naciones, y los nacionalismos, han obtenido tal predicamento que parecen hacer buenas toda clase de cosas, incluso toda clase de perversiones. Pero, como no hay mal que por bien no venga, tenemos al fenómeno nazi, como perversión moderna por excelencia, y al acuerdo alemán en relación a este fenómeno como neurosis nacional, también por excelencia. La mayoría del llamado “pueblo” alemán aceptó la demencia nazi de la superioridad alemana, de la superioridad propia, y de su seno surgió, lo supieran los ciudadanos o no, los asesinatos, robos y operaciones criminales masivas, las más crueles y cuantitativamente importantes de la historia, o, al menos, de la historia moderna.

Es decir, las naciones son capaces de provocar neurosis colectivas muy acentuadas, que pueden convertirse en culpables de crímenes, o, al menos, de delitos colectivos, y que por proceder de naciones, de sentimientos nacionalistas, tienden a ser tenidos por buenos, por lógicos, e, incluso, hasta por democráticos.

La realidad es otra. Haya nacionalismo, o nación, si es que se sabe qué sea esto, nada disculpa el crimen, ni el delito, ni el acuerdo mayoritario para permitir la injusticia. La democracia no es el gobierno de la mayoría; es el gobierno justo y legal de la mayoría. La nación, o el nacionalismo, no es ni disculpa ni alibí. Es, por el contrario, y en todo caso, sospecha grave de injusticia y de sinrazón. Personalmente pienso que todo nacionalismo y todo nacionalista es sospechoso de daño, o de intento de daño, a los demás.

Tenemos otro ejemplo, éste actual, de neurosis colectiva, que se ha revelado ahora con la crisis de Ucrania frente a Rusia, y que entra en lo que podemos llamar neurosis onírica. Es decir, neurosis que consisten en tener un sueño, absurdo e imposible como casi todos ellos, y creérselo a pies juntillas.

El sueño de Rusia –y de los ucranios pro rusos- es de cómo, si en vez de Rusia, siguiera existiendo todavía la Unión Soviética, que existiera aún el comunismo, y que el comunismo –que desde luego y al menos dio la igualdad- hubiera sido maravilloso. Putin actúa como si presidiera la Unión Soviética, y como si tuviera que enmendar los errores de Gorvachov que dieron al traste con el régimen y con su dominio. Pero Putin ni preside la Unión, que ya no existe, ni tampoco es heredero de ella, sino simple sucesor. Un sucesor de un país, Rusia, en el que ha desaparecido la vieja igualdad que caracterizaba al menos la Unión, que según se dice está dominado por las mafias, y en el que tal parece que la única herencia soviética es la de que allí no existe, tampoco ahora, la democracia.

Putin preside, pues, un sueño, un sueño interesado, desde luego, y parece que de ese sueño participan también los de Crimea y los otros ucranios pro rusos. En su sueño está incluso el creerse de izquierdas, teniendo a los ucranios por derechistas, incluso por fascistas, y creyendo en la existencia de un paraíso ruso –de un paraíso soviético-, en realidad ilusorio. Pero este sueño, esta neurosis colectiva y nacionalista, es, como todas, y como todo el mundo sabe, extremadamente peligrosa.

La tercera neurosis es la catalana, acaso no tan peligrosa como las anteriores, pero no exenta de peligro. La neurosis nacionalista catalana es de tipo narcisista. Los catalanes se proclaman los mejores, con respecto al resto de España. Se creen los más inteligentes, los más eficaces, los más trabajadores, los más civilizados, los más…. Cataluña es la mejor sociedad dentro de lo que los demás llamamos España, y hasta a la ciudad de Barcelona se la considera una de las ciudades mejores y más bellas del mundo, frente a la cual Madrid no es ni siquiera comparable. Se creen y lo dicen.
La oposición Madrid-Barcelona, entendidas éstas al menos como ciudades físicas –esto es, desde el punto de vista urbano- es especialmente lúcida para aclararse con el tema que tratamos, pues como tales ciudades Madrid y Barcelona se parecen mucho. Podríamos decir que tan sólo las separa el hecho del mar, que en Madrid no existe, y, quizá, el hecho de la arquitectura de Gaudí, que tampoco está en Madrid. Pero en todo lo demás, en casi todo lo demás, Madrid gana con creces. Quien escribe, que vive en Madrid, pero no es madrileño, y que conoce Barcelona muy bien, lo sabe sobradamente. Madrid tiene, desde luego, más poder -¡ay, Barcelona, que este es el dedo y esta la llaga!-, pero tiene también más tamaño, más habitantes, una economía más grande, más universidades, más museos, más literatos, más artistas, más…. de todo. Madrid es, en todo, la tercera ciudad de Europa, después de Londres y de París. Esto es lógico, siendo la capital del estado (¿del reino? ¿de qué? ¿cómo debemos decir, según ellos?) y de haber acumulado así tantas cosas de toda España. De una España que ya no es la de antes.

Ahora los nacionalistas catalanes son republicanos, pero no lo eran antiguamente. Cambó fue el inventor de la dictadura de Primo de Rivera, lo hemos sabido hace poco, y con algunos otros millonarios catalanes, ayudó financieramente al franquismo. Así que esto del nacionalismo republicano es bastante nuevo. En la guerra civil fue Madrid la gran ciudad republicana, incluso heroica, con su permanente sitio durante toda la guerra. Barcelona, por el contrario, se rindió enseguida ante el franquismo.

Esta neurosis catalana, narcisista y, supuestamente republicana (por cierto, ERC ¿es realmente de izquierdas? ¿se puede ser de izquierdas y nacionalista independista en la España actual? Quien escribe, desde luego no lo cree), pasa por encima tanto de muchos de sus connacionales (de la nación pequeñita) como de casi todos los demás connacionales (los de la nación grande) y este enfrentamiento antidemocrático es tan injusto como gravemente peligroso. Pues el famoso “derecho a decidir”, al no existir problemas graves de ninguna especie, es democrático sólo si se considera la nación pequeñita, y profundamente antidemocrático si se considera la nación grande.

Pues no hay problemas reales, verdaderamente, entre Cataluña y el resto de España, al menos no hay problemas graves. Todo esto es, en buena medida, un asunto político inventado, y, a todas luces, muy interesado, por lo que la neurosis narcisista catalana es, en realidad, bastante frívola, frívolamente peligrosa. Y ha conseguido, en buena medida, que la mayoría de los que admirábamos Cataluña y a los catalanes –entre los que, sin ninguna duda, yo mismo me contaba- hayamos dejado de hacerlo. En unos años, los catalanes y Cataluña han pasado de ser gentes admiradas parar devenir extraordinariamente antipáticas.

Quizá esto no se recupere nunca, pase finalmente lo que pase.