Cada vez las circunstancias me convencen más de que es imposible el progreso de España sin poner coto al dominio de tantas cosas por parte de los licenciados en derecho. Tengo buenos amigos y parientes de esta carrera (¡qué le vamos a hacer!), y que están además entre los buenos. A estos les pido disculpas y, a la vez, que apechuguen con la realidad. Pues no se trata de hablar de la cualificación, sino del poder omnímodo que detentan.
Porque no es sólo un problema de formación. Aunque también lo es. Recuerdo muy bien cuando, después de acabar un bachiller en el que no conocí nunca una nota inferior al 7, y siempre con más de un sobresaliente o matrícula en todos los cursos, cometí la temeridad de matricularme el la carrera de Arquitectura (mi padre, con razón, no quería). En junio del primer curso aprobé 2 asignaturas; en septiembre otra y al año siguiente las otras 3. Todo con aprobado pelado. Mientras tanto, mis antiguos compañeros de bachiller que fueron a Derecho (lo pongo con mayúscula por ser el nombre de una facultad, no por otra cosa) sacaban notables y sobresalientes, incluso aquellos de bachiller mediocre, y acabaron, como tiros, en 5 años. Yo necesité 7, el último para hacer el Proyecto Fin de Carrera, y fui de entre los más rápidos. También recuerdo bien que mientras yo tenía clase de 8,30 a 14,30, sin interrupción, y todos los días, ellos tenían una gran cantidad de horas libres a lo largo de la mañana. Es decir, sí que es un problema de formación, aunque no sólo. (De formación universitaria algo sé; tengo 38 años de antiguedad como profesor, y 21 como catedrático).
¿Qué es un juez? Yo se lo diré: un juez es un chico universitario que, en vez de cometer el error de estudiar algo como arquitectura, estudia derecho y luego se presenta a unas oposiciones. Las saca en el mismo tiempo que el estudiante de arquitectura es capaz de acabar la carrera.
Hace días vino en la prensa que las plazas de juez en Cataluña no se cubrían. Luego, la multitud ingente de licenciados en derecho tiene trabajo. Si a las plazas de juez en Cataluña pudieran presentarse los arquitectos, seguro que se cubrían. Y seguro que la justicia en Cataluña mejoraba.
Pues las gavelas de los licenciados en derecho son múltiples. En primer lugar, está la escandalosa existencia de los notarios y registradores (donde van los estudiantes de derecho listos, o hábiles para sacar oposiciones), que viven opíparamente, no tanto trabajando, como simplemente administrando una oficina que se alimenta de los aranceles que los ciudadanos han de pagar obligatoriamente por una gran cantidad de actos burocráticos, muchos de ellos inútiles. Se da el caso de supresiones de impuestos por parte de Hacienda en algunos actos, pero no de la supresión de los aranceles notariales o registrales para el mismo acto. Recuérdese a los notarios, que vemos sólo al firmar, siempre muy bien vestidos, y siempre amables, orondos y satisfechos con su negocio, mientras disimulan leyéndonos el escrito y estampan su cursi rúbrica. Recuerden las notarías: enormes, llenas de oficinas y salas de espera, con cuadros superfluos (y horrendos) en las paredes. Nada como las imágenes.
Pero, después, tanto el Estado como la sociedad están inundados por los licenciados en derecho. El mundo de la función pública (estatal, regional, provincial, municipal), el mundo de las empresas y el mundo de la política se alimentan insanamente de estos licenciados hasta constituir una auténtica plaga. La administración publica está así siempre afectada (infectada) por una visión legalista única de todas las cosas. Si se quieren ejemplos, ahí van 2, de los organismos que algo frecuento. En la Consejería de Cultura y Deportes de la Comunidad de Madrid, el Director General del Patrimonio Histórico es un abogado. En el Ministerio de Vivienda, el Director General de Arquitectura es abogado. De las disfunciones acerca de estas circunstancias prefiero no contarles nada.
Luego están los abogados propiamente dichos, los de los bufetes, alimentados por la ineficaz y siempre sospechosa actividad judicial. Tengas pleitos y los ganes, que decía el gitano. Baste sobre esto, pues es bien conocido. Solo les digo que con lo que nos costó a un compañero y a mí defendernos en un contencioso abierto por un opositor que perdió la plaza, y que se saldó con la sentencia de que el recurso no debería de haber sido admitido a trámite, yo les hubiera proyectado y dirigido la construcción de un chalet. El abogado -y eso que lo buscamos de prestigio- no hizo otra cosa que un largo y farragoso escrito, con bastantes errores que yo le hube de corregir. Es una anécdota dirán. Sí, efectivamente: es una anécdota, pero bastante significativa.
Pero vayamos ahora a mis propuestas de reforma, todas ellas utópicas, desde luego. y no porque no pudieran ponerse en práctica, sino porque la legión de licenciados en derecho, que dominan la política, la función pública y (se dirá que naturalmente, aunque sin razón) la función judicial lo impedirían.
En primer lugar, la presencia de diputados, nacionales y regionales, que sean licenciados en derecho ha de ser disminuída. Las listas de candidatos al Congreso, al Senado y a los parlamentos regionales (o "nacionales", elíjase lo que se desee) no deberían de tener más de un tercio de licenciados en derecho. Lo digo sin saber la situación actual, que sería interesante comprobar. No se publican datos.
No podemos limitar los Presidentes del Gobierno, porque entonces nos quedamos sin ellos. Suarez, González, Aznar y Zapatero son abogados. También el eterno aspirante, Rajoy (éste es además registrador, y, según noticia dada por la prensa hace tiempo, recibe unos 200.000 euros al año por el arrendamiento de su registro). Pasemos, pues, de puntillas sobre el gobierno, más preocupado por el asunto de las mujeres y que, ciertamente, no tiene proporcionalmente tantos abogados como el propio Congreso, o como la función pública.
Vayamos a algunas instituciones muy importantes. En primer lugar, está el Consejo General del Poder Judicial (si es que se llama exactamente así, nunca lo recuerdo; pero, ¡vaya palabra!: Poder.) Está todo él compuesto por licenciados en derecho. Presenta así un perfil completamente corporativista, como muchas de sus actuaciones -o la falta de ellas- evidencia. Es además un organismo político, en ningún modo independiente, pues lo nombran los partidos. No debiera tener más de un tercio de abogados. Los demás, ilustres profesionales de distintas disciplinas o ilustres ciudadanos. No hace falta para nada que todos sean licenciados en derecho. Esto es sólo un problema de poder, ya el título del organismo lo dice.
De otro lado está el Tribunal Constitucional, de nuevo un organismo político incapaz de responder a la independencia de la que presume. Otra vez el máximo debería de ser un tercio y el resto ilustres personalidades, con la representación de todas, o de casi todas, las actividades. Seguro que funcionaría muchísimo mejor, y que sería verdaderamente político, en el mejor sentido de esta acepción, y no completamente afectado por una visión supuesta y únicamente "legal". Lo legal no es lo constitucional, y para interpretar la Constitución hace falta algún abogado, pero no muchos, y mucho menos todos. Que este altísimo tribunal esté compuesto únicamente de licenciados en derecho es un fraude político, pues es una garantía de mal funcionamiento, de sesgado funcionamiento, como la práctica ha demostrado. Y un atropello para los ciudadanos como exclusión del pensamiento humano general y su limitación al punto de vista legal, un punto de vista especialmente parcializado.
Limitar los abogados de la función pública y de las empresas es bien difícil, lo que no le suprime la necesidad. Todas las actuaciones de la administración se escoran inecesaria y pérfidamente hacia lo legalista. La administración produce cantidades ingentes de normas, reglamentos y estatutos, la mayor parte de ellos equivocados y realizados con cortedad de vista, y que son aplicados rutinariamente por letrados y funcionarios impidiendo con frecuencia la buena realización de las cosas. O que, simplemente no se aplican, debido a su estupidez, pero que actúan siempre como cortapisa de las necesidades reales y de la calidad de los objetivos sociales.
En cuanto a las empresas, no se sabe muy bien que hacen con tanto abogado. Ellas sabrán, si es que algo saben.
Las notarías deben de ser suprimidas. Cualquier abogado debería tener licencia de notario sin más que realizar una inscrpición legal. Y cualquier licenciado debería poder ser notario sin más que un elemental examen. Y a sus honorarios debe de aplicarse, como a todos, las normas de la competencia. Los registradores deben igualmente ser suprimidos y pasar sus oficinas a ser públicas y corrientes, servidas por funcionarios. Que estas reformas no se hayan hecho ya demuestra la complicidad de los políticos con estas profesiones (si es que se pudiera llamarlas así).
Pero todavía hay algo más de lo que hablar. Tampoco los jueces han de ser necesariamente abogados. Siendo abogado el fiscal -que debería instruir el sumario- y el secretario del juzgado, sobra la necesidad de que "Su Señoría" también lo sea. Un juez tenía que ser una personalidad, probablemente elegida, y para su promoción a la judicatura debería de considerarse un demérito que tuviera la carrera de derecho. En los tribunales de varios magistrados, quizá podría permitirse que uno de ellos -nunca el presidente- fuera abogado. Consumar esta revolución haría de la justicia un lugar mucho más eficiente y justo -valga la redundancia- y, al menos, algo más representativo de la sociedad que una torpe camaradería de leguleyos. Éstas no han hecho hasta ahora otra cosa que comportarse bastante mal.
No me hagan caso. Ya sé que no me lo van a hacer. Pero así seguirá todo, manga por hombro. Todos dando el espectáculo siniestro que tienen como tradición inveterada.
Adiós.
viernes, 5 de febrero de 2010
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