LA MODERNA BARCELONA, UN FRACASO URBANO
No me digan que me contradigo con otros textos: Barcelona es fantástica. A mí me gusta casi tanto como a los barceloneses, narcisos impenitentes. Se come tan bien que se demuestra allí que el buen comer, al convertir en arte una necesidad, garantiza la existencia de un grado muy alto de cultura. De otro lado, pasear por el ensanche, la diagonal o el paseo de Gracia es una bendición, bien es sabido.
Pero el otro día nuestro amigo Elías Torres –después de hacernos comer estupendamente en un lugar muy original- nos llevó a conocer lo que él llamaba lo más moderno de Barcelona, con fuerte carga irónica, y en términos de arquitectura. Y fuimos a la prolongación de la Diagonal, donde se hizo la torre de la empresa del agua, de Nouvel. Al ser la prolongación, el trazado del barrio es el mismo del ensanche, el de Cerdá –o sea, las manzanas cuadradas con los grandes chaflanes-. Pero allí, tristemente, todo orden urbano, todo espacio creíble o apreciable, ha desaparecido.
Los edificios, casi todos afectados por una condición singular y por una notoria exhibición vo-lumétrica y compositiva, no logran nada parecido a lo que fue y es la Barcelona clásica, ni si-quiera a la moderna zona universitaria de la diagonal, al otro extremo de ésta, donde la edificación también es abierta. El conjunto –que en realidad no puede llamarse así- es un desastre, un derroche inútil de modernidades tontas y caros materiales. Tanto da que estén Nouvel, Chipperfield, el MBM, o Ferrater: un caos idiota preside, desgraciadamente, la nueva Barcelona.
Bien es cierto que la ciudad abierta no se ha sabido resolver, en términos de arquitectura y de espacio urbano, en ninguna parte del mundo, pero si quieren precisamente una demostración, allí la tienen. El plano de Cerdá desaparece –salvo cuando lo reproducen todavía algunos edificios de vivienda, en algo patética aunque bien intencionada situación-, pues ni arquitectos ni municipio han sabido sacarle algún partido. No hay orden ni atractivo de conjunto de ningún tipo. Lo que llamábamos ciudad no está. Los gestos volumétricos y compositivos de los arquitectos, casi siempre excesivos –a veces ridículos- se vuelven inútiles y superfluos, si no simplemente feos.
¿No hay salvación? ¿Ni siquiera en Barcelona? ¿No hay nadie que piense y sepa lo que en una ciudad abierta podría hacerse? Pienso que si se hicieran algunas reglas inteligentes para jugar con alineaciones y chaflanes sin necesidad de cerrarse a la antigua, algo podría conseguirse. Esto es, si urbanistas lúcidos (?) contratados por el municipio supieran sugerir ritos volumétricos convenientes y los proyectistas fueran capaces de ponerse a la altura de la cuestión, y no al servicio de un narcisismo estéril.
Pero, hoy por hoy, ahí queda el fracaso. Ni siquiera el trazado de Cerdá salva la nueva Barcelona. Para los que vivimos en Madrid es una tragedia: ya no nos queda siquiera Barcelona, nuestro mito urbanístico. Es como si a Bogart y a Bergman, en Casablanca, no les quedara ni París. Vivir para ver.
miércoles, 20 de enero de 2010
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