viernes, 29 de enero de 2016

LA GRAN VÍA DE MADRID.
Breve biografía crítica de una gran calle

1. Madrid nació en el oeste de lo que hoy es el casco antiguo, justamente en el lugar del palacio, en el mismo borde de la cresta militar sobre el río Manzanares. Y se extendió hacia unos terrenos de accidentada topografía, lo que provocó desde el principio su irregularidad planimétrica, agravada también por la complicada configuración del trazado de los caminos y por las azarosas lindes de los predios rurales. Como se puede seguir viendo hoy con toda claridad, el casco antiguo de Madrid -teniendo por tal a todo el territorio anterior al ensanche del siglo XIX- es muy irregular, carente casi por completo de toda geometría.
Esta característica preocupó ya a Felipe II, el rey que hizo de Madrid la capital, y que por ello encargó a Juan de Herrera el trazado de una geométrica plaza mayor capaz de contrarrestar un tanto la intensa irregularidad de lo que se había elegido como corte. Efectivamente fue Herrera quien trazó y quien situó el gran rectángulo de la Plaza Mayor, construido en medio del desorden, aunque el que la realizó realmente fue su ayudante y discípulo Francisco de Mora. Todo ello en los siglos XVI y XVII. Y sería en el XVIII cuando, después de un incendio, otro gran arquitecto madrileño, Juan de Villanueva, le diera a la plaza el aspecto todavía más ordenado que hoy conserva.

Todo esto era casi simbólico en relación al orden urbano que Madrid no podía lograr, aunque el famoso plano de Texeira, también del siglo XVII, parezca casi, con su atractiva persuasión gráfica, convencernos de lo contrario. Muchas reformas parciales se hicieron en Madrid a lo largo del tiempo para conseguir un mayor orden del plano de la ciudad. Una de las importantes fue la calle del Barquillo, llamada así precisamente por la forma tan complicada que tenía el barrio que la nueva apertura iba a reformar. Durante el siglo XIX se hicieron también muchas otras reformas parciales.

Fue igualmente durante este último siglo cuando se empezó a pensar en una importantísima reforma, más importante que todas las que hasta el momento se habían hecho o incluso pensado: en una nueva gran avenida -una “Gran Vía”- que uniera el primer tramo de la calle de Alcalá, algo antes de llegar a la plaza de Cibeles, con la calle de la Princesa, el camino donde se había hecho el palacio de Liria. Se pensaba sobre todo en mejorar el tráfico, entonces muy precario para unir esas zonas, si bien a las personas más profesionales y más conscientes no se les ocultaban los grandes beneficios que una apertura tal iba a tener en relación a la reforma de la precaria estructura urbana de la capital, y así al comercio, a la vida civil y a tantos órdenes de cosas. La idea de la apertura de una Gran Vía se convirtió enseguida casi en una obsesión, y ya en 1866 el municipio había encargado un trazado a Carlos Velasco Peinado, cuya realización chocó frontalmente, sin embargo, con disposiciones de la legislación vigente. Con vistas a poder realizarla, en 1879 se modificó la Ley de Expropiación, de aplicación absolutamente necesaria ya que el nuevo trazado iba a abrir violentamente el casco antiguo de la ciudad, derribando necesariamente numerosos edificios y convirtiendo en vía pública lo que hasta entonces eran mayoritariamente terrenos particulares.

Hasta 1898 -el año de la pérdida de Cuba y de lo demás que quedaba aún del viejo imperio- se hizo un nuevo proyecto, que trazaron los arquitectos José López Salaberry y Francisco Andrés Octavio. Este diseño se sometió a información pública en 1901 y fue aprobado, al fin, en 1904. El ancho inicial, pensado como 20m, se aumentó luego a 25 y después a 35. (Menos mal: haber hecho esta importante calle con un ancho escaso hubiera sido, simplemente, un desastre. Podría decirse que este ancho final era el mínimo para conseguir una avenida digna y adecuada.)

El alcalde de Madrid era entonces el Conde de Peñalver, que ha de considerarse como el verdadero promotor de la vía, y cuyo nombre se le dio al primer tramo de la avenida durante bastantes años. El primer tramo, desde la calle de Alcalá hasta la Red de San Luis, se realizó de 1910 a 1917. De 1917 a 1922 se realizó el 2º tramo, esto es, hasta la plaza del Callao. La empresa concesionaria de los derribos y las obras fue la de Martín Albert Silver, un banquero francés, que cedió el trabajo en 1923 al negociante bilbaíno Horacio Echevarrieta Maruri. En 1925 se comenzó la realización del tercer tramo, de la plaza del Callao a la plaza de España, que no se terminó hasta los años 50.

Ni que decir tiene que lo más violento y transformador de la realización de la avenida eran, en principio, los derribos, si bien luego serían los edificios quienes intervinieran con mayor y definitiva impronta. Entre las dificultades inherentes a dichos derribos puede citarse el ejemplo de la difícil solución dada al ábside del oratorio del Caballero de Gracia, de Juan de Villanueva, cuya curvatura quedó en posición tangente con la nueva calle, y que fue resuelto entonces mediante una fachada ecléctica que incluía unas viviendas, hoy sustituido de nuevo por una solución más moderna, aunque no demasiado convincente, de Javier Feduchi y de los años 80. Entre las desapariciones posteriores a la realización de la avenida, la más comentada y popular fue la del templete del Metro situado en la Red de San Luis, realizado por Antonio Palacios en 1917-19 y retirado en los años 60.

Con la construcción de esta gran avenida, la configuración del centro de la ciudad cambió por completo. El eje de la calle de Alcalá, que tiene hacia el Este una prolongación nítida y prácticamente indefinida, se inicia desde el Oeste dividida en 2 calles, Arenal y Mayor, cerradas ambas por el Palacio y por la cornisa sobre el río, y tan sólo unidas al llegar a la Puerta del Sol. La Gran Vía, en cambio, se prolonga hacia el Noroeste mediante la calle de la Princesa hasta enlazar con la Moncloa, la Ciudad Universitaria y la carretera de La Coruña. A partir, pues, de la realización de la Gran Vía el eje Este Oeste se convirtió en el Noroeste-Este, duplicado en la parte más antigua y central, y que, por primera vez, atraviesa, une y relaciona toda la ciudad. La estructura misma de la metrópoli había, pues, cambiado.

El propio centro había cambiado también, lógicamente, y se había organizado y especializado. Durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, el primer tramo de la calle de Alcalá, entre Sol y Cibeles, se había renovado por completo, construyéndose en él las sedes de las empresas bancarias y de negocios, así como las de otras muchas y variadas instituciones. Esta importante vía, considerada ya como la principal, se convirtió así, de facto, en la calle más representativa de la capital, dotada de una arquitectura ecléctica especialmente afortunada y bastante conseguida como un hecho de conjunto, hecho físico y material que sobrevive hoy más allá del traslado del centro de negocios hacia el eje de la Castellana y, en general, hacia el norte.
La Gran Vía, aunque pensada también en principio como un soporte residencial de calidad, se convirtió enseguida en un eje terciario, pero no institucional o de negocios, sino comercial, de ocio y hostelero. El gran y pequeño comercio, los teatros y los cines, los pequeños y grandes hoteles y unos pisos que iban pasando con rapidez de viviendas a oficinas, especializaron la Gran Vía frente a la calle de Alcalá, y convirtieron este doble eje en lo más importante del centro de Madrid, con su nexo de unión en el sistema de la Puerta del Sol y la plaza del Callao mediante la pequeña trama de calles que lo articulan, principalmente las de Preciados y Carmen. La Gran Vía se convirtió en la arteria más popular de Madrid, en el gran eje comercial y de actividades del centro. Su tan deseada realización cambió la ciudad por completo, como ya hemos explicado, y le dio su elemento urbano quizá más atractivo y poderoso.

2. El primer tramo de la Gran Vía, que asciende –dando con ello una cierta sensación de fatiga, como si se rememorara la dificultad que se tuvo para iniciarla-, comienza con el gran edificio singular que fue el de la Unión y El Fénix (Alcalá 39, arqtos. Jules y Raymond Fevrier, 1905-10, hoy “Metrópolis” y anterior, en realidad, a la avenida), rotonda brillantemente replicada y acompañada por otra inmediata y separada por una calle pequeña, la del edificio que tiene en su planta baja la joyería Grassy (Gran Vía 1, arqto. Eladio Laredo y Carranza, 1916-17). Y este notable y atractivo inicio queda espectacularmente rematado por el gran final de este primer tramo, consistente en la presencia del rascacielos de la Telefónica (Gran Vía 28, arqtos. Ignacio Cárdenas y Pastor y Louis S. Weeks, 1925-29), el más alto del lugar, al menos por su posición, y en una vista ampliamente fotografiada, e inmortalizada también, modernamente, por el afortunado y atractivo pincel de Antonio López García.

Y fue esta arquitectura ecléctica, de estilo neobarroco, la que caracterizó por completo la realización de esta primera parte de la avenida. La Gran Vía fue una actuación relativamente superficial, dicho esto en el sentido de que los nuevos edificios que la apertura supuso rara vez están más al fondo de los solares que ocupan la primera línea de la calle. Los que podríamos llamar “efectos Gran Vía” se extienden a veces por las calles laterales o por plazas traseras, pero no siempre. En la mayoría de los casos, la Gran Vía la constituye únicamente la primera línea de edificios, que siempre resuelven todas las esquinas, naturalmente, pero que no suelen continuar hacia atrás, bien fuera por sí mismos, bien mediante edificios semejantes. La Gran Vía es así como un escenario, una escenografía urbana, y si bien a esta condición podría tenérsele como por algo demasiado superficial –dicho esto en el peor de los sentidos- hemos de rescatar de esta sospecha a la avenida asegurando que la Gran Vía es desde luego una escena porque constituye un gran “Teatro”, un espectacular y magnífico teatro urbano. Nada más, pero tampoco nada menos.

Podría decirse sin exageración que muchos elementos urbanos son un “teatro”, con tantas plazas ocurre eso, por ejemplo. Un teatro quieto, desde luego, donde se representa siempre la misma escena y donde se dicen repetidamente las mismas frases no sonoras, pero un teatro, al fin. Donde los edificios se presentan al modo de personajes que dialogan entre sí y animan con un coloquio sordo, pero elocuente, la quieta escena, y ello más allá de sus estrictas obligaciones estéticas, constructivas y funcionales.
El gran teatro de la Gran Vía tiene tres “actos”, sucesivos en el espacio, y siempre en quieta y continua representación. El primero es el primer tramo del que estábamos hablando, cuyos personajes, en un gesto de firme voluntad unitaria, se han vestido todos de neo-barroco (o, como mucho, de neo-renacimiento); esto es de aquel estilo historicista que estaba más de moda en el Madrid de las dos primeras décadas del siglo, antes de que nada de lo que enseguida sería la arquitectura moderna hiciera su aparición. Era un estilo, y un historicismo, superviviente de las ideas y los modos del siglo XIX, pero que en Madrid, y en España, había tomado un fuerte impulso por la promoción de los “estilos españoles” que, frente a la moda decimonónica de lo francés, había defendido el gran arquitecto y profesor Vicente Lampérez, y que había sido seguido por proyectistas tan ilustres y de tanto éxito como Antonio Palacios, Aníbal González, Leonardo Rucabado y hasta Teodoro de Anasagasti.

Era un estilo –o unos estilos- que venía a disimular un poco la falta real de contenidos arquitectónicos verdaderamente interesantes en las primeras décadas del siglo, extinguidos ya los historicismos decimonónicos, que fueron más profundos e importantes, y sin aparecer todavía, como dijimos, los inicios de la arquitectura moderna. Estilos propios así para un tiempo incierto, un tiempo de espera -aún cuando él mismo no tuviera conciencia de tal- como si se tratara de un paso de baile que no hace otra cosa que dividir y separar dos piezas musicales realmente importantes.

Pero lo cierto es que aunque sea sin otras obras maestras que las ya señaladas del principio y del final, este primer acto y tramo de la Gran Vía, está dotado de suficiente unidad y de una variedad también notable, cuya combinación logra una fortuna escénica no pequeña, y de alto empaque urbano. Si uno va mirando uno a uno los distintos edificios probablemente tenga una importante decepción con muchos de ellos (aunque no con todos), pero como efecto urbano de conjunto hay que reconocer que se tuvo un notable éxito. Y no es un éxito pequeño, ya que resulta más difícil, en general, lograr una armonía de conjunto en un sector de una ciudad que obtener grandes éxitos particulares. Tal parece que los arquitectos de la ciudad que aquí intervinieron hubieran sido absolutamente conscientes de que el verdadero protagonista formal no era otro que la nueva avenida. Entre la unidad y la variedad combinadas y la condición ascendiente de la calle se obtuvieron unos efectos estéticos, en buena medida pintorescos, bastante convincentes.
Cabría señalas algunos otros edificios concretos. El de Gran Vía esquina a Marqués de Valdeiglesias (arqto. Juan Moya, principio de los años 20) es de un estilo neobarroco convencional, pero resolvió muy afortunadamente el ángulo obtuso entre Alcalá y Gran Vía, al inicio de ésta, y la adecuada conexión con la iglesia de San José. El edificio de Gran Vía 4 (de arqto. no conocido y de los años 10) no siguió exactamente el estilo colectivo, pero lo hizo en un modo académico capaz da armonizarse con él, dotado de una fachada muy abierta y acristalada que se enlaza con edificios comerciales de París o, incluso, de Chicago.

De entre los edificios neo-barrocos más enfáticos y conseguidos destaca el de Gran Vía 16 (arqto. julio Martínez Zapata, 1914-16). En Gran Vía 25 (arqto. Modesto López Otero, 1919-25) encontramos en el Hotel Gran Vía una alusión nada desdeñable a la arquitectura vienesa del gran Otto Wagner. Justamente antes de la Telefónica y enfrente del vació de la red de San Luis que abre la calle de la Montera destaca el brillante eclecticismo del edificio de Gran Vía 26 (arqto. Pablo Aranda Sánchez, 1914-16). Aunque podríamos también echar un vistazo hacia algunas de las calles laterales que tienen ciertos “efectos Gran Vía” en solares más retrasados con respecto a la avenida, y descubrir así, en la calle Virgen de los Peligros 11 y 13, al edificio conocido como la “Casa de los portugueses” (arqto. Luis Bellido, 1919-22), de un eclecticismo independiente y personal, muy conseguido, probablemente el edificio estéticamente más cualificado de la zona. Con todos ellos cerramos nuestra referencia a este primer tramo.

3. El segundo tramo (o segundo “acto” del “teatro”), de la red de San Luis a la Plaza del Callao, contaba con una notable ventaja, la condición horizontal y recta, lo que hizo que su imagen urbana sea la mejor, y en la que puede imponerse más el propio espacio urbano vacío como tal, sin que sea demasiado necesaria la relativa unidad arquitectónica que preside el tramo anterior. Esto fue sin duda una fortuna porque aquí, y de hecho, y debido a la época, el cierto consenso cultural que presidía el tramo anterior había desaparecido, si bien puede decirse que las aproximaciones, también eclécticas, acabaron siendo finalmente bastante semejantes.
Ya en los años 20, en los que se construyó el segundo tramo, la idea de los “estilos nacionales” y la consecuente hegemonía del neo-barroco y el neo-renacimiento habían desaparecido. La época seguía siendo ecléctica, pues la arquitectura moderna no era todavía más que incipiente, y los arquitectos practicaban entonces un academicismo clasicista, sin reglas fijas, pero que aspiraba a una frialdad estética mayor, a una neutralidad formal en la que los academicismos clásicos se interpretaban como los instrumentos formales idóneos para resolver cualquier problema arquitectónico. Se dice todo esto en plural para referirse más adecuadamente a unas posiciones que, aunque participaban de lo dicho, no eran arquitectónicamente similares.

Los edificios que podrían haber dado la medida de un estilo académico y clásico capaz de ser colectivo fueron, probablemente, los de Antonio Palacios, el mejor y más adecuado a lo dicho el de Gran Vía 27 (Casa Matesanz, 1919-23), pero también el de Gran Vía 34 (con José Yarnoz Larrosa, 1921-29), aunque este último ofrece importantes detalles, como los tan visibles torreones, que lo hacen indeciso entre un academicismo clásico más puro y frío y los viejos y más “calientes” “estilos nacionales”. Que Palacios había sido enormemente sensible a estos quedó presente en sus obras maestras juveniles del Palacio de Comunicaciones en Cibeles y del Hospital de Jornaleros en la Ronda (Raimundo Fernández Villaverde). Pero luego Palacios aspiró a un estilo clásico y académico más universal, aunque no perdiera por eso los perfiles personales, como demostraron el edificio del Banco del Río de la Plata y el Círculo de Bellas Artes, ambos en la calle de Alcalá, y también los dos citados de la Gran Vía, aunque no sean tan notorios ni tan importantes.
Acompañando a Palacios en esa intención académica más universal, encontramos también el interesante edificio Madrid-París, en Gran vía 32 (arqtos. López Salaberry y Teodoro de Anasagasti, 1920-22 y 1933-34), que fue construido en dos partes y fases, en altura, y que tuvo dichas intenciones tanto en el edificio original de 5 pisos como en el definitivo de 10. Ha de hacerse notar que la final configuración de este edificio acompañó también al de la Telefónica en la emulación de las grandes ciudades norteamericanas (sobre todo, claro está, Chicago y Nueva York), ambición que tanto por la época como por la naturaleza urbana de la avenida no podía ser ajena a la construcción de la Gran Vía. Probablemente no hubo ninguna gran ciudad occidental que fuera ajena en esta época a la citada y poderosa influencia.

De otro lado podría citarse también el edificio del Palacio de la Música (del arqto. Secundino Zuazo, 1924-28), igualmente dentro de estas nuevas tendencias, más frías y abstractas, pero en un volumen mucho más pequeño y especialmente significativo por el arquitecto del que se trata, con una obra arquitectónica y urbanística tan importante para el desarrollo de Madrid en esta época.
Así, pues, y debido paradójicamente al hecho de integrarse en la voluntad de estilo más universal que el clasicismo académico suponía, los edificios de este segundo tramo fueron menos parecidos entre sí. Aunque adquirieron algunos rituales urbanos muy significativos; por ejemplo el del tratamiento singular de las esquinas con las calles menores, gestos importantes, muchas veces repetidos, que hicieron “dialogar” entre sí a las distintas edificaciones y establecieron así un importante nexo entre ellos.

4. En el final del segundo tramo y principio del tercero se produjo un episodio espacial y formal de alto interés, la plaza del Callao, que puede considerarse también como un “cuarto acto” del “teatro” total que la Gran Vía supone. O. si se prefiere, y por su singularidad, un teatro propio. Una escena intensa e independiente, espacialmente puntual al tratarse en este caso de una plaza.
Allí -y contando con el tiempo- se produjo una intensa escena que se inició con unos importantísimos personajes. El primero fue el Palacio de la Prensa (arqto. Pedro Muguruza, 1924-28), en estilo más o menos neobarroco, pero tardío, nada emparentado con los edificios del primer tramo, y sí, y mucho, con las intenciones metropolitanas y de la evocación de los edificios en altura. Las estancias de Muguruza en Estados Unidos no fueron ajenas, naturalmente, a estas intenciones, que antes habíamos destacado ya en términos más generales.

Pero el segundo personaje, el edificio Capitol (o Carrión, tiene dos nombres;arqtos. Luis Martínez Feduchi y Vicente Eced, 1931-33), aunque se enlaza también con América, al menos a través de lo que tiene de la decoración con el estilo “Art-Dèco”, se relaciona sobre todo con el expresionismo alemán, y, muy concretamente, con la obra de Mendelshon, cuando este influyente arquitecto decidió suavizar el expresionismo con los rasgos y el vocabulario propio del racionalismo. Esto le permitió practicar una arquitectura muy atractiva y bastante práctica, lo que le valió importantes obras, de un lado, y también el ejercicio de una importante influencia internacional, de otro. Probablemente una de las obras más afortunadas del mundo dentro del entorno de esta influencia fuera precisamente este edificio Capitol, ganado por Feduchi y Eced en un concurso restringido (al que se presentaron también Muguruza y Gutiérrez Soto) y construido en un lugar en el que su elaborada propuesta formal sirve de imagen a la propia Gran Vía al ofrecerse como fondo de perspectiva del segundo tramo, el más importante tanto por su situación como por su horizontalidad.

Es muy destacable para los dos edificios citados, verdaderos protagonistas de la plaza, el hábil manejo de las distintas escalas y caracteres a los que se enfrentaron allí. En el Palacio de la Prensa son tres: el edificio se presenta ante la plaza en forma de torre, cuya configuración parece autónoma, aunque no lo sea, al tercer tramo de la avenida con un edificio de escala media y continuo, y a la parte de atrás, el casco antiguo, con la escala menor que el volumen ciego de la sala de cine permite. En el Capitol sólo hay dos escalas o caracteres, pero también muy claros y bien resueltos: la escala de torre, igualmente autónoma sólo en apariencia, explícita en la plaza y en diálogo intenso con el Palacio de la Prensa, y enormemente activa en el fondo de perspectiva antes citado. La segunda escala, también paralela a la del Palacio de la Prensa, es la más continua, de altura media y horizontal del desarrollo ligeramente descendente del tercer tramo de la avenida. Tanto el protagonismo de ambos edificios en la plaza como el habilidoso manejo de las escalas diferentes citadas hacen de estos ejemplares, y de su diálogo, uno de los más intensos y logrados episodios de este gran escenario.

El resto de los edificios de la plaza, y de esta misma época o anteriores, son tan sólo complementarios. Podría destacarse, si acaso, el edificio del cine Callao (arqto. Luis Gutiérrez Soto, 1926-27) y ello por su especializada dedicación –un edificio que es tan sólo un cine- como por la cúpula con la que se propuso entrar en diálogo tanto con los edificios más antiguos como con los dos grandes protagonistas futuros, que parecía adivinar.

Los demás edificios singulares son modernos. El que es hoy de la FNAC fue el de “Galerías Preciados” (también de Luis Gutiérrez Soto, realizado después de la guerra civil -años 40- y aumentado posteriormente de altura –años 50-; hoy aparece relativamente reformado para su nuevo uso). Su neutralidad de rascacielos abstracto completa bien la plaza al establecer un nuevo personaje en diálogo suave con las dos torres anteriores. Donde hoy está “El Corte Inglés” (que fue también “Galerías Preciados”, dos instituciones comerciales que fueron muy importantes para la ciudad, la segunda ya desaparecida) estuvo primero el “Hotel Florida” (arqto. Antonio Palacios, que era una referencia importante para los cubano-españoles vueltos a la metrópoli y que visitaban la capital), derribado para dar lugar a la ampliación de “Galerías Preciados” (arqtos. Antonio Perpiñá y Luis Iglesias, 1964-68). Con estas contribuciones, más modernas y de buena calidad, se ha renovado y completado un escenario muy importante, tanto que puede decirse que es por sí mismo toda una síntesis, y, así, el verdadero protagonista de la gran avenida.

5. El tercer tramo, descendiente, como si aludiera a los más apresurados nuevos tiempos, fue realizado como dijimos desde los años treinta hasta los cincuenta; esto es, dejando de por medio a la terrible guerra civil. La Gran Vía, inacabada, contempló y sufrió los bombardeos de los militares franquistas desde la Casa de Campo, y los de la aviación alemana, y el edificio de la Telefónica, aún reciente, sufrió por su altura las terribles heridas de la guerra fratricida. Hoy nada recuerda, ni siquiera un letrero, la dramática y criminal contienda, tal y como si el disimulo pudiera sustituir al olvido.
Una voluntad todavía ecléctica, pero en muy buena medida ya renovada –esto es, en la que la influencia de la arquitectura moderna se hacía ya sentir con bastante fuerza- construyó mayoritariamente este tercer tramo, con muchas obras interesantes de los años 30. Una de las últimas, el edificio del cine Coliseum (de viviendas y con un gran cine; arqtos Casto Fernández Shaw y Pedro Muguruza, 1931-33) clausuró con gran brillantez formal y urbana el tramo que el Capitol, su edificio estrictamente coetáneo, había iniciado, y dejó testimonio de la ecléctica pero buena arquitectura moderna que se había producido en la etapa republicana. Con su fachada protagonizada por la enfática expresión vertical de la estructura, el edificio Coliseum evocó las grandes ciudades estadounidenses y ayudó a caracterizar adecuadamente la avenida.

Entre ellos, toda clase de cosas; muchas de ellas, edificios pequeños y entre medianeras, los más significativos, y los que forman un mundo arquitectónico indeciso, que mezcla recursos académicos y racionalistas. En otras ocasiones, cosas bien diferentes, como la gran operación de arquitectura “franquista” hecha por los hermanos Joaquín y Julián Otamendi Machimbarrena, en el edificio que fue conocido como el de “Los sótanos”, que aloja el cine Lope de Vega (hoy Teatro) y que ocupa una gran manzana (1944-49). En su inmenso frente podemos observar con claridad el esfuerzo de un tensionado equilibrio –quizá algo ridículo- entre el intento de conservación de los lenguajes de anteguerra y la forzada mezcla con un vocabulario neo-historicista muy poco convincente, sobre todo para sus propios autores, lo que se transparenta en modo notable.

Los Otamendi construyeron también los dos grandes “monstruos” finales, el llamado “Edificio España” (1947-53) y el llamado “Torre de Madrid” (años 50), nuevas emulaciones de las ciudades estadounidenses, esta vez no demasiado cualificadas y bastante exageradas, fuera de escala. Tan fuera de escala que ambos han tenido problemas de supervivencia. Cuando se escriben estas líneas, el edificio “España” está cerrado, es de propiedad china y está amenazado por ser reformado por el arquitecto británico Foster, amenaza ésta última que a quien escribe le parece probablemente la peor de todas. Estas dos antiguas operaciones son testimonio tanto del provincianismo propio de la etapa de posguerra, intentando en vano hacer de Madrid una gran ciudad, como del nacimiento de la especulación del suelo como un muy importante negocio, sustitutivo de la verdadera industria, que nació y prosperó con la desafortunada dictadura militar, tan torpe y tan larga, y que se convirtió luego en una de las actividades económicas más propias de nuestro país, que convivió con el desarrollo de la democracia, con los resultados tan desastrosos que hemos comprobado ya en el siglo siguiente.

La ciudad es un mecanismo y un territorio de especulación económica, desde luego, pero no necesariamente feroz ni tan desafortunada como la que hemos vivido. Nos queda, sin embargo, la Gran Vía como un testimonio muy completo y muy complejo, donde la ciudad como un instrumento de negocio se ha visto compensada las más de las veces con el nacimiento de una calidad urbana y arquitectónica más que notable.

6.
El edificio Madrid-París ocupa con especial atractivo una posición intermedia del tramo segundo y horizontal de la Gran Vía, en la acera Sur, o de los números pares. La singularidad del edificio procede sobre todo de haber sido primero un edificio más bajo (de 7 alturas más unos torreones en las esquinas) y de haber sido, más adelante, prácticamente duplicado, esto es con 5 alturas más sobre las cinco primitivas. Parece ser que el primer proyecto llegó de Francia, producto de un arquitecto desconocido, y que fue ejecutado por el arqto. madrileño Teodoro de Anasagasti y Algán, con la colaboración del ingeniero Maximiliano Jacobson, y de 1920 a 1922. Se trataba de una disposición comercial (los almacenes “Madrid-París”) situada en los diferentes pisos y en torno a un patio cubierto.
La ampliación, producto del cierre de los almacenes y de un cambio de propiedad, fue realizada también por Anasagasti entre 1933 y 1934. Le añadió, en realidad, sólo 3 pisos, uno de ellos en forma de ático, pero modificó completamente la fachada de los dos pisos del último cuerpo antiguo para unirlos con los 3 últimos del nuevo y otorgar a la composición un carácter duplicado, diríamos. Esto es, tomando el hecho de la ampliación como si se tratara en efecto de una duplicación, aunque, en realidad, no lo fuera, y concediendo a este hecho de la duplicación un estatuto compositivo.

El edificio se presenta así ante la calle como un edificio doble, y este gesto le concede un empaque especial, dando a su escala un interesante acierto, y relacionándolo casi directamente con operaciones famosas y bien conocidas de los grandes edificios comerciales de Chicago del final del siglo XIX. La composición tiene así un primer piso de carácter basamental, dos cuerpos superiores de 4 y 3 alturas, separados por una gran cornisa, y ambos animados por composiciones distintas, pero presididas las dos por órdenes gigantes de un clasicismo simplificado y elegante. La composición se corona por medo de un piso completo y otro menor, que se unifican y hacen las veces de cuerpo de coronación.

El resultado es bastante atractivo y especialmente relacionado con las ciudades estadounidenses, incluso en una medida mayor y quizá más cualificada que el edificio de la Telefónica. La composición que hemos descrito era bastante propia de los arquitectos de la ya aludida “Escuela de Chicago”, y fue ridiculizada por Frank Lloyd Wright cuando dijo que los arquitectos de la ciudad proyectaban los edificios en altura poniendo un palacio clásico encima de otro. Quizá el gran genio estadounidense envidiaba aquellos importantes encargos, y es preciso reconocer que no definió mal el método propio de sus antecesores, aunque también es necesario observar que dicho método, aunque rozase en cierto modo el ridículo, como Wright observó, también lograba una notable eficacia.
El edificio Madrid-París es, de hecho, un edificio más atractivo como volumen urbano después de su ampliación (o duplicación), pues antes era un volumen relacionado con la arquitectura ecléctica, mucho más anodino. El hecho de la duplicación, falsa o no (“poner un palacio clásico encima de otro”), decidida, brutal y metropolitana, le benefició mucho en el aspecto que estamos tratando.
De 1933 a 1935, el arquitecto Anasagasti, con la colaboración de Charles Siclis, realizó en una parte de las plantas bajas del edificio, el cine “Madrid-París”, instalación del tiempo del racionalismo especialmente sofisticada y atractiva, y de la que tenemos documentación ya sólo a través de las revistas de la época, pues ya no existe. Inmediatamente después de la guerra civil, y aunque continuó el uso con el nombre de “Cine Imperial”, su decoración y su forma fue modificada para someterse al cretino gusto ecléctico y provinciano de los vencedores de la guerra fratricida. Finalmente, este segundo cine también desapareció.

7. Sintetizando: la Gran Vía es una calle de altísima vitalidad comercial y popular, y cuyo trazado fue un acierto para definir más cualificadamente la estructura urbana de la metrópoli. Esta doble condición la ha convertido en un elemento valiosísimo de la capital y cuya importancia nunca morirá. Su condición paisajística y ambiental, su capacidad de ser un “teatro” arquitectónico, representa así, fiel y adecuadamente, esta importancia.



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